El miércoles 23 de julio de 2025 se presentó "La máscara del santo" de Daniel Rosa Hunter en el Centro para el Libro de la fundación Humanidades.pr en el Cuartel de Ballajá del Viejo San Juan. La poeta Ivelisse Álvarez y el poeta y crítico Efe Rosario compartieron unas palabras antes de que el autor mismo leyera una reflexión sobre la obra y entrara en conversación con Álvarez y Rosario. Aquí compartimos la intervención de Rosa Hunter.
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Ahora todo me perece un enredo, quizás un malentendido, un mismo nudo temporal compuesto de cada uno de los hilos y las tramas y las ideas o las pajas mentales que he esbozado o imaginado irresueltas en este libro llamado La máscara del santo. También se siente como si he caído en una enorme trampa. Leo frases del libro y recuerdo escribirlas y a su vez no me parecen mías, me sorprenden. Ese sentimiento lo experimento con disforia, el asombro se confunde con el espacio común de la desidentificación que supone cobrar distancias de algo que escribiste para luego leer. El que escribió estas frases, me digo a veces mitad en broma, definitivamente sabía lo que estaba haciendo. Yo no. Y ahora estoy en la rara situación de tener que defender esas frases, responder por ellas, explicarlas. Y de verdad: no sé muy bien qué decir, no quiero decir nada. Lo que siento es una vagancia extrema. Como si fuera asunto de otro reclamar este libro. Y eso también me fastidia, porque es una de las salidas más cómodas y canónicas de hablar sobre un libro autobiográfico.
“Pienso que me va a salvar la ironía” dice el narrador del libro en la página 77. Quisiera pensar que el libro no salva nada. O por lo menos que el auxilio que ofrece, si alguno, surge en esos lugares donde la máscara de la ironía falla y deja ver la estupidez, el costado más ridículo de lo que significa escribir o pensar que uno está completamente seguro mientras escribe.
Pero esto puede ser simplemente mi acostumbrada —incluso preferida— irresponsabilidad. Ese juego de identidad ambigua que ejerzo en el libro es un lastre ya insoportable de toda la crítica de autoficción que leí en el máster. Y es que el juego con la máscara tiene que ver un poco con eso: asumirse o no autor, responsable, referente, personaje, narrador, escritor de lo que tienes en las manos y tiene tu nombre, y además estar consciente de que todo es parte de un juego y que uno por momentos lo juega tan intensamente que hasta haces trampa, pero que en otros momentos te das cuenta de que todo es un chiste y nada importa.
“¿Qué es esto?”. Me gustaría que esa fuese la interrogante producida por este objeto titulado La máscara del santo, pero sé que les lectores avispades reconocerán —además de los tropos y tópicos comunes de la soledad y la frustración— la forma meticulosa de un diario y la concatenación lúdica de un texto híbrido que hoy llamamos “novela”. La máscara del santo podría ser un diario travestido de novela o, al revés, una novela travestida de diario, añadiendo ese texto entre ensayo y delirio que llamé “Discurso de la máscara” y que en principio suponía ser más real porque ahí discuto cosas que me pasaban realmente. La muerte de mi abuelo, por ejemplo. Sin embargo, como dice Cesar Aira en su maravillosa conferencia sobre el realismo, los personajes de un relato responden más a las leyes del relato que a las leyes de lo que llamamos “real” y que siempre aceptamos con sospechosa resignación.
Lo cierto es que me gustaría pensar que el texto no alcanza para ninguna de esas categorías (novela, diario, ficción, no-ficción), pero sí fue un documento de Word que me entretuvo por unos meses y hoy figura entre las manos de mucha gente, transfigurado en esa suerte de fuga paralizada que Sergio Chejfec llamó cementerio y que estamos acostumbrados a llamar “libro”. En Últimas noticias de la escritura, Chejfec dice que allá en el libro van a morir las frases. El libro termina siendo una fotografía de algo que existe en otra parte y que está en constante renovación. Claro, la lectura trastoca o, como lo propuso Barthes, el lector se aprovecha de esa muerte del texto para nacer. Pero lo que quiero decir es menos teórico y, ojalá, menos pretencioso, tiene que ver con algo, supongo, muy humano, o no sé si muy animal, o no sé si muy mío, y que lanzo como un conjuro en este espacio de la página y así con mi voz en el espacio designado para esta presentación: yo quiero hablar de la vulnerabilidad y de la escritura.
Mi escritura buscaba despistar aquella decisión higiénica de un relato cómodo donde yo salgo ileso e invulnerado de mi autobiografía. De hecho, quizás buscaba el costado vergonzoso, en lugar del ominoso, donde ese proyecto narcisista de la escritura del yo acababa meándose en el suelo de un apartamento vacío en el verano infernal de Madrid. Quería alcanzar algo así como una zona o campo de influencias donde el yo entre comillas real pudiera pasar a un segundo plano o quedarse intermitente o puramente potencial. Y también no, también buscaba el revés de todo eso, lo más risible, donde se encontraba lo cringe y desesperado precisamente oculto por la consciencia de una pose divertida y a la vez tortuosa, que va dificultándose a medida que se hace más incómodo o inapropiado sostener esa pose de escritor. Es decir, la pose de la escritura limpia —solemne y distante, fría y soberbia— se iría complejizando con una proximidad cada vez más sospechosa de sí, de mí, incluso. “La voz de un diario siempre es, al mismo tiempo, heroica e imbécil” dice el narrador en la página 115. Imaginaba, no sé, un lugar o un tiempo, o un tono donde los caminos establecidos de lo autobiográfico se confundirían con lo específico y trivial de una persona que trata de sobrepasar el aburrimiento, el odio, el deseo, el humor y el irrefrenable deseo de ir en contra de lo que escribe.
Si imagino mi artefacto de escritura, más allá de la libreta, la laptop y el documento de Word, pienso en el conglomerado esquizoide de la literatura autobiográfica o de la escritura del yo. Si imagino todo eso como un juguete, yo me proponía jugar con él hasta romperlo, y jugar también con esos pedazos que quedaran. No sé si logré esto que me proponía, pero disfruté mucho pensar que lo hacía así. Extrapolado a la metáfora o la alegoría del luchador, literalmente me convencía de que luchaba y de que valía la pena luchar, al menos por mero espectáculo, contra ese enemigo elegido de la escritura, de mis ideas sobre la escritura, de las ideas que por ahora me han formado como persona que agarra un bolígrafo o pone sus manos sobre un teclado e intenta. Y esa es la cosa, al creerme vulnerado, al apostar a mostrarme o quizás exponerme en doble sentido —intentando desnudar mi proyecto autobiográfico y también alguna noción vaga de un “yo mismo” como cuerpo que escribe— me dejaba llevar por una ilusión que tramaba secretamente otro relato que jugaba en mi contra y que siempre se ocultaba. Me convertí en el yo del libro La máscara del santo, en una voz ansiosa por no sentirse demasiado seria o que trataba de no escucharse como la voz de un niño irresponsable que no entiende que la ficción también puede alcanzar alguna verdad. Podríamos decir, no sin dificultad, que me columpiaba entre un más allá de la escritura y un concebible más acá. El yo seguro, en fin, terminó atacado por esa fuerza oculta de la escritura que es tan diestra en sorprender al que escribe o incluso, podríamos decir, al que piensa que escribe.
Mi yo en este libro, el personaje que se llama Daniel y se pone y quita la máscara, o quizás la voz que asume el discurso de la máscara, asemeja el relato emergido del sistema escritural que no sé si escogí o me atrapó. La autobiografía, o más bien el diario, resultó ser la sustancia controlada que necesitaba para desplegar una serie de ansiedades, teorías, obsesiones ya de por sí soterradas por el fenómeno alucinante de la escritura.
Para decirlo en pocas palabras, escribir La máscara del santo fue también una manera de enemistarme con la escritura, el ring más práctico para esa lucha fue el diario. Lo más extraño del diario es que, al convertirlo en libro, uno tiene que convencerse también de esa metamorfosis editorial. Mario Levrero dijo en su delirante “Entrevista imaginaria a Mario Levrero” que los ejercicios caligráficos que se convirtieron en el libro El discurso vacío tuvieron la fortuna de ser salvados justo antes de ser quemados. Un día los había encontrado sobre su escritorio, entre su desastre papeles, y los tomó, al inicio, como eso: unos papeles. Fue a quemarlos a la parrilla donde hacía sus asados en la casa que compartía con Alicia Hoppe en Colonia del Sarmiento y mientras hacía ese corto recorrido del escritorio al patio, supongo, los fue leyendo. Descubrió, para su asombro, que esos papeles no eran solo papeles, tampoco eran vanos ejercicios caligráficos, sino una novela, una novela que “¡ya estaba escrita!”. Lo que Levrero narra aquí para mí es un milagro. Un milagro bastante ridículo, tramposo, quizás una mentira, y también un milagro muy genuino. Se trata del milagro mental de entretenerse con los propios delirios. Los veo: ejercicios apilados unos encima de otros, hechos, quizás, con el automatismo y la mediocridad y la locura que caracteriza esa proverbial actividad que llamamos deber o rutina, terminan por convertirse en algo insólito, algo quizás, mágico: en un texto literario, es decir, en un objeto que ahora va a circular en el mercado del libro y también por la mente de muchas personas que se enamorarán u odiarán a ese sujeto que una y otra vez regresa al papel a practicar su letra con la esperanza de mejorar su estado interior. Algo así me está pasando con esto. Con esto que he llamado La máscara del santo y he tenido el privilegio de presentar y ojalá discutir hoy con ustedes. Esto que comenzó, igual que en el caso de Levrero, como un ejercicio de escritura y luego fue evolucionando hacia una cosa insólita que hoy ocupa lugar en el mundo. Me gusta pensar que era un secreto sucio, esta escritura, y sucedía paralela a algo tan serio y pulcro como una tesis de maestría. Ojalá se lea como el secreto sucio que realmente es.
Quisiera concluir diciendo que escribir se convirtió poco a poco en enamorarme de las frases que iba acumulando, ver cómo algunas cambiaban tanto que ya ni las reconocía o iban desapareciendo. Sospecho que esto sucede por el contacto que tiene la escritura en proceso con esos lectores elegidos o no tan elegidos que leen los primeros borradores. Aprovecho para darle las gracias a cada una de esas personas, que saben muy bien quiénes son.
Por último, también quisiera insistir en la idea de que escribir es enamorarte de delirios. Esto me convenció de que una literatura podría servir, simplemente, para hacerte olvidar la importancia de saber qué dices, qué es locura y qué corresponde más a lo real, a la genialidad, o a la sabiduría. Una literatura puede poner en suspenso todos los valores, todas las ideas, y hacerte ver mejor lo que sucede a partir de eso.
Gracias.
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Daniel Rosa Hunter es un escritor puertorriqueño nacido en 1999. Es autor de La máscara del santo (2024) y el poemario El espacio de las islas (2022). También es editor y cofundador de la revista Demoliendo Hoteles.