El miércoles 23 de julio de 2025 se presentó "La máscara del santo" de Daniel Rosa Hunter en el Centro para el Libro de la fundación Humanidades.pr en el Cuartel de Ballajá del Viejo San Juan. La poeta Ivelisse Álvarez y el poeta y crítico Efe Rosario compartieron unas palabras antes de entrar en conversación con el autor. La intervención de Ivelisse Álvarez se tituló: “Leer a oscuras”.
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Leer La máscara del santo es como tener en la cabeza la voz de un sinvergüenza. Su rasgo más seductor, tal vez, consiste en que no meramente explora la «autoficción». Es como si para Daniel Rosa Hunter las novelas que valen la pena escribirse en esta clave tendrían que ser capaces de mirarse a sí mismas sin dejar de interrogar las condiciones de posibilidad de esa mirada. Como si Daniel pusiera debajo de una lámpara —no su proceso de escritura (porque acá no hay bocetos ni tachaduras)— sino los movimientos de una mente que se desplaza de la autoteoría a la canallada con mucha dificultad. Y lo digo así, a contramano de quienes piensan que lo virtuoso en literatura es moverse fácilmente entre un polo y otro. Porque en el fondo ésta es la historia de varias dificultades. Una mente mira su propio temblor, se mira escribiendo, airosa frente a la duda y divertida por lo difícil que es hundirse en el lenguaje, narrar en general (especialmente sueños que tuvimos, cambios de opinión y malos pensamientos). O en palabras de la máscara: sostener un chiste hasta radicalizarlo.
Aunque no siempre lo parezca, La máscara del santo es una novela conceptual. Casi todo lo que ocurre —o no ocurre— entre sus páginas, tiene lugar en beneficio de que el novelista ensaye su propia teoría —aunque sea parcial— sobre la no-seriedad, la opacidad y hasta la crueldad como valores literarios. La novela está plagada de aforismos y definiciones provisionales sobre qué significa escribir y dejar de escribir, leer y desleer, incluso editarse —no solo como prácticas artísticas o formas de vida (whatever that means)— sino como estrategias para sortear el aburrimiento y ponerse a prueba: «Quizás eso es la escritura» —intuye Daniel—. «Masturbarse sobre masturbarse».
Por momentos, La máscara del santo también cobra la estructura de las etapas básicas de su propia composición. Hay una mente que lee el primer borrador y que dramatiza las lentas sesiones de revisión en un diario que también es sometido a este proceso. No como dos espejos enfrentados, sino como pedacitos de vidrio que nos devuelven una imagen fractal de lo que nos pasaría por la cabeza si tuviéramos la máscara puesta. Por ejemplo:
1) «Cuando escribo yo hay un yo más mío que se ríe escondido detrás del primero. Y detrás de ese que ríe estoy yo. Esperando».
2) «Yo no debo de entender nada de mi texto».
3) «También quisiera que me lean a oscuras».
4) «La voz de un diario siempre es, al mismo tiempo, heroica e imbécil».
Lo que importa es haber o no haber escrito, en plan «ser o no ser», cambiarse la máscara del escritor de diarios por la del novelista, la del investigador por la del poeta, la máscara del que hace un uso irreverente de la tradición por la del devoto de Mario Levrero. Se compone un «yo» diarista que despliega una multitud de Danieles: el eufórico, el pudoroso, el insolente, el amante, el compañero de piso, el nieto, el pana, el ex, el embustero, el confesional, el loco, el serio, el cruel, el humorista, el que se ríe de sí mismo (y un poco de nosotres), el bellaco y el célibe, el pensante y el no pensante, el imaginario y el menos imaginario, el sabio y el disparatero. Y aquí estoy pensando literalmente en «disparar» —me insiste la noción de escritura esbozada por Lyn Hejinian en su ensayo «El rechazo al cierre»— esa idea de que las palabras están casi siempre intentando dispararles flechas de amor a las cosas. Supongo que, para Daniel, escribir sería saber de antemano que no daremos en el blanco y que lo literario reverbera en esa falla, en tener ganas de seguir fallando de maldad.
Hay otro ejercicio muy difícil que acomete este libro, que tiene que ver con narrar con liviandad los grandes temas —las convenciones graves del diarista: el fracaso, la angustia, el suicidio— sin llegar a trivializarlas, pero usando la voz de un narrador que anda todo el tiempo hiperconsciente de que la categoría «trivial» tampoco es despectiva ni peyorativa, si pensamos en Levrero.
«Aloofness —pone Daniel entre las páginas 122 y 23—: Hacerse el que no se toma en serio, seriamente. Sin entender, tener la sabiduría suficiente para que entender no te haga falta, o al menos mostrar esa indiferencia. Asumir la no-seriedad como consigna. Y que llegue todo después, el entendimiento y la seriedad, por sí solas, sin buscar».
Estamos hablando de una novela que no solo está dispuesta a tematizar y a escenificar su propio procedimiento, sino que logra convertirlo en poética o en emblema de una práctica personal. El resto del argumento es en parte un pretexto para poder entrenarse en cosas como estas.
Para Daniel, nuestras ocurrencias literarias —sobre todo las que vamos a borrar después— importan en tanto nos ponen en aprietos a la hora de leernos. Frente al proyecto inédito, tendríamos que quedarnos como que vulnerables y sentir siempre una buena dosis de asco y deleite por algo que en el fondo nos deslumbró desde el principio. Y en ese titubeo —sin omitir lo oscuro ni lo perverso ni lo flojo— Daniel cree haber encontrado una desprotección de la voz, un tipo de insolencia que incluso diaristas prestigiosos del siglo veinte y del veintiuno como Emilio Renzi o Julio Ramón Ribeyro se limitaron a limar de sus cuadernos. Ninguno de ellos hubiera sido capaz de celebrar que se les puso mongo de tanta sabiduría. La de Daniel, en este sentido, es una prosa valiente. No hace concesiones a la ley del cringe, tan semejante hoy al puritanismo. No pasa juicio, no desaprueba, no impone notas policiales a la mente. Pero tampoco se toma así de en serio como para reñirse contra el pudor «porque había que de alguna forma regular la alegría», razona él en otra página.
Mi alegría es que Puerto Rico haya dado un libro tan chiflado, tan improbable y contingente y masturbatorio como éste. En hora buena por los amigos de La Pequeña.
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Ivelisse Álvarez (Ponce, 1995) escribe y dibuja guiones gráficos. Ha publicado el poemario La tomadora de soda (Ediciones Aguadulce, 2018), y colaborado en las antologías El coloquio de las perras (Capitán Swing, 2019) y Pedir un deseo, prenderle fuego (Ediciones Continente, 2020). Actualmente es estudiante de grado en el programa de Literatura Comparada y coedita la revista literaria Demoliendo Hoteles.
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