UNA ENTREVISTA PEQUEÑA CON DANIEL ROSA HUNTER

Juan Caballo de Palo nos ofrece una escena que se abre hacia sí misma. Una mujer observa a su pareja estallar en llanto al ver a un hombre estallar en llanto, y así resurge, de la nada, la simple verdad de que cada cual, por más amado, por más familiar, siempre es, al fin y al cabo, cifra, misterio. Es por eso que toda trama doméstica puede leerse, de cierta manera, como whodunit, como novela policiaca: ¿quién o qué es el culpable de las lágrimas de la pareja? ¿Quién o qué es el culpable que el idilio se venga abajo, que la ficción amorosa se revele circunstancia, costumbre, careo? ¿Cuál es el motivo del acto decisivo, del golpe de gracia que pone en jaque la cotidianidad? En el relato de Xavier, la respuesta se halla en el deseo, o en el cansancio, o el hastío, o quizás en las tres, diríamos, porque ¿quién no se harta de esta vaina?
— Los editores

Juan Caballo de Palo (Caguas,1976), es un destacado cuentista puertorriqueño conocido por su estilo incisivo y narrativas llenas de matices. Es autor de Tira la piedra, esconde la mano, un libro de cuentos que captura la esencia de la cotidianidad con una mirada crítica y aguda. También escribió la novela Juan Pedro Gratitud, que ha resonado en la literatura contemporánea de su tierra. Su labor narrativa ha sido reconocida con el premio de la República de Bairoa de las Letras, consolidando su posición en el panorama literario de Puerto Rico.


 

UNA ENTREVISTA PEQUEÑA CON DANIEL ROSA HUNTER

1. Háblanos del diario como forma. ¿Cómo lo “descubriste”? ¿Qué es lo que te atrajo?

El primer diario que tuve en mis manos (no sé por qué) fue el del Che Guevara. Mi papá trabajó de chofer en la película Che (2008) de Steven Soderbergh. Le guiaba al que estaba a cargo del fact checking. Ese señor andaba con los diarios del Che por todos lados. Al parecer, acabada la filmación, dejó el libro en el carro de mi padre. Lejos de preguntar o tratar de devolverlo, mi papá lo trajo a casa y me lo dio. No leí mucho. La edición iba acompañada de fotografías y creo que me distrajo más eso. Pero siento que algo así como el “ritmo” de la forma fue haciendo espacio en mi vida, se instaló para siempre en mi cerebro la narración en primera persona y una relación particular con el presente. Porque hay un tipo de narración que es propia al diario, un tono y una velocidad. El tono: podríamos llamarlo “íntimo” o “de inmediatez”, pero sobre todo es dudoso, vulnerable y aburrido. La velocidad: los días, el único pacto real que tiene el diario. Acabas uno y empiezas otro, cierras el cuaderno y abandonas la escritura para vivir el sueño que, rezamos, nos alcanzará para la próxima fecha. El que escribe un diario se ve tan obligado a seguir la ley de las fechas casi con la misma rigurosidad que le lleva a obliterar ese y todos los otros pactos. Y el diario también tiene esa aura de lo inédito, de lo fragmentario, de lo interrumpido demasiado pronto (no exclusivamente por la muerte). El aura del archivo. He aquí su fuerza de atracción y también su trampa. Desperdicio y desastre. El diario no es un documento. Aunque documenta y registra, lo que sistematiza termina por superarlo. No es solamente un objeto doméstico ni una íntima vergüenza. El diario es el desastre de una vida, es la vida desperdiciada, la vida como desastre. Eso quizás es lo que me atrae. 

2. La máscara del santo es, en parte, una historia personal de una serie de lecturas. Mario Levrero juega un rol central en ese relato. Háblanos de Levrero y por qué te interesaste en él. 

Lo que me interesó de Levrero fue definitivamente la radicalidad de su pereza. Un día me topé con un escritor calvo de cejas peludas que decía esto: “Mira, yo soy muy harangán; me pongo a escribir cuando me resulta imperioso, o ineludible, del mismo modo que me pongo a hacer cualquier otra cosa cuando me resulta imperioso e ineludible. Vivo de stress en stress. Mi ideal de vida es el reposo absoluto”. Lo dice Levrero en su entrevista imaginaria y también lo dice el protagonista de La máscara del santo, pero también lo pienso yo: sigue siendo mi ideal. La relación perezosa que tiene Levrero con la escritura quizás logra subrayar la relación tensa que la escritura tiene con el trabajo, con la obligación y la responsabilidad. Y no es que me relaje y piense que la escritura es todo chill. Veo la vagancia como un trabajo igual a cualquier otro. La vagancia es como la espera. Los dos ejes, quizás, de mi escritura. La espera es la temporalidad de La máscara: a que regrese Natasha, a que recuerde esa cita de Zambra, a que sea de noche, a que sea de día, a que suceda algo interesante, a que suceda algo. Porque esto es algo crucial que encontré en Levrero: escribir con el goce de no saber exactamente qué se hace. La novela luminosa es una historia sobre la espera y pienso que ejemplifica perfectamente cómo el diario también puede ser una vagancia (una errancia, también). En Mario Levrero para armar, Jesús Montoya Juárez recuerda una escena primigenia del escritor uruguayo: de joven era tan perezoso que se ingenió un mecanismo de cuerdas y rueditas para no tener que levantarse de la cama para encender la música. Creo que es una manera interesante de pensar el diario, un mecanismo de vagancia, una tecnología que permite a uno estar cómodo, traer la escritura hasta el cuerpo inmóvil.  

3. Al desarrollar la propuesta de este libro, evitaste la tentación de aplanar el texto y transformarlo sólo en ficción o solo en no-ficción, categorías de por sí cuestionables. ¿Cómo piensas esa decisión de mantener los dos registros, de jugar con ellos?

Mientras acababa el primer borrador de la novela, leía muchísimos diarios. Me di cuenta de que los que más me gustaban eran los que jugaban con la veracidad y la responsabilidad autobiográfica. Una cita del Diario Argentino de Gombrowicz me persigue desde entonces: “¿Vale la pena exigir a los fenómenos un pasaporte?”. Además de ofrecer, quizás a primera vista, un relativismo juguetón, pienso que lo que sugiere Gombrowicz es encarar la idea de escritura con respecto a la realidad (conceptos que igual no son oposicionales). ¿Qué hacemos cuando escribimos? ¿Por qué debe de cambiar algo que si lo que se escribe es uno mismo? También ahora recuerdo la sentencia del autoficcionalizador original (es decir el que acuñó el neologismo), Serge Dubrovsky, que se preguntaba con relación a la lectura algo muy moderno y muy masculino: “En la lectura, ¿quién se come a quién?”. Puede pensarse que escoger entre un registro u otro es, esencialmente, perder la partida (dejar que te coman), sin embargo, lo que planteaba Dubrovsky —aunque la ambigüedad de la autoficción es tan descarada que ya no admite juego— es la posibilidad de no escoger, de mantener la tensión de un enfrentamiento entre dos hermeneúticas (una devorada, otra devoradora), como una partida de ajedrez que no termina de acabar nunca y donde no parece haber una jugada clara. Con respecto al juego, Gombrowicz dirá algo es hasta más radical (¡y gracias al Señor lo encontré antes de terminar la novela!): “Es lo que precisamente les ocurre a los espíritus aparentemente modernos. Siempre buscan la victoria en el marco de un mismo juego. Lo que habría que hacer sería dar una patada al tablero y destruir el juego”. 

Entonces, quizás es algo muy obvio: no puedo escribir de mí mismo sin mentir. Incluso: no puedo hablar de mí mismo sin mentir. La idea inicial no era jugar a la mentira o jugar a la verdad solemne. La posibilidad de mantener ambas se debe a que quería anarquizar esa lectura de por sí fijadoras y reconocibles. No quería atenerme a ningún sistema. Rodney Lebrón Rivera dijo algo interesante en su reseña al hablar de una “escritura atrevida”. Esta escritura, si es que era realmente lo que me proponía a hacer, tendría por medio y objetivo dinamitar toda estructura, todo sistema, toda jerarquía de valores. 

4. Eres poeta y eres narrador. Si tuvieras que reflexionar sobre ambas categorías, ¿qué dirías?

Me surgen tres cuestiones:

1). Ignorancia e ingenuidad. La poesía es una especie de adolescencia, ¿no? Bolaño se tomó esa idea en serio. La ingenuidad y la ignorancia se potencializan y se convierten en un arma o un escudo. Creo que en el poema es donde mejor convive cierto halo de vulnerabilidad y una soberbia que lucha por no disimularse. Es decir, un poema sería ese balance entre el derroche y el cálculo. Pienso la escritura siempre desde esa disyuntiva. Intento preservar la idea de adolescencia y escritura, escritura-adolescente, para sentir que estoy haciendo algo realmente improductivo, algo que no debería estar haciendo, algo que no domino (algo que incluso me supera), algo sagrado y que a la vez se desacraliza al arrastrar las palabras hacia mi lodo, hacia ese algo que no sé qué es. Intento escribir desde la ignorancia.

2). Escritura y deber. Naturalmente, la ansiedad de mi escritura es quizás la idea del “deber”. Contrapuesta a mi asumida ignorancia se encuentra un aparato extraño que todos los días marca ante mí, con violencia insistente, su otredad: la escritura-adulta, la escritura seria, la que brega con los problemas del mundo, la que responde con convicción al cómo se debe escribir, al desde dónde y al de qué. En un ensayo que ahora mismo está perdido pero que una vez apareció en la página de Archivos del Caribe, Gabriel Torres Ojeda se preguntaba eso mismo con respecto a la literatura puertorriqueña contemporánea: estamos en una crisis de escritura, cómo salimos, cómo escribimos desde ella. Al leer poesía puertorriqueña me iba topando con planos y escenas de esta crisis, y reconocía que uno de sus síntomas era paradójicamente la abundancia de poesía, una abundancia que responde a un vacío, un vacío que ha creado necesidad (algunos dirán deber). Luego de añadir otro librito a la pila me di cuenta de que me interesaba otra cosa, y esa cosa me llevó al diario. Para mí, el diario contiene tanto el tiempo del poema como la temporalidad de la prosa. ¿Cuál es el tiempo del poema? Esa pregunta tiene que ver tanto con el cómo se debe, el desde dónde y el de qué al que responde con aparente lucidez la literatura madura. Siempre que escribo intento salvarme de eso. El diario es el lugar seguro por excelencia, es una trinchera y es una habitación de hotel y es la cama inflable en la casa de un amigo y es el asiento sucio del metro a medianoche. Es un cuento, es un poema en prosa, carta suicida, oración… y es escritura y es también otras cosas también. Es la cosa más egoísta y cobarde, se hace literalmente a escondidas, fuera del tiempo, lejos de los otros, hacia los otros, desde la muerte, desde (y a) la inmadurez. 

3). Nada importa. Todo es lo mismo. Finalmente, me pregunto si de verdad hay una diferencia. En su libro Una intimidad inofensiva, la poeta y ensayista Tamara Kamenszain se propuso leer La novela luminosa como un poema largo. Con eso creo que revela algo que es obvio en la poesía, pero que suele soslayarse en la prosa: la atención por la frase. Más allá de que las frases mueven al ojo por los sucesos, el poeta sería ese que pone crisis la relación entre ojo y palabra, el que sugiere pausas, deslizamientos, rupturas, vacíos, y que juega con esas sugerencias hasta que parezcan un secreto. En términos formales, la poesía sería como la prosa en la medida en que hace trabajar al ojo. O más bien, la escritura sería poesía (o bien podríamos llamar poesía a una escritura) cuando esta mueva al cuerpo, cuando haga al cerebro detenerse, señalando su punto ciego que está ahí, paradójicamente, en el ojo. Por eso en La máscara aparece el libro de Mercedes Halfon (no es casualidad que ella también comenzó publicando poesía).

Ahora, claro, releyendo la pregunta me doy cuenta de algo: me gustaría pensar que es diferente ser poeta a escribir poesía. 

Lo que más me interesa es no ser ninguno. Ni narrador ni poeta ni escritor ni lector. Todas son poses, puede que las he ejecutado en algún momento y las siga performando mientras más me convenga. En el libro, de hecho, soy todas. En la vida real qué sé yo. Con esto no quiero caer en falsas modestias (aunque inevitablemente caiga) ni en la seriedad. Solo quiero dejar claro que mi relación con la escritura (narrativa, poética) es bastante incómoda, irrisoria, un largo (o corto) whatever, especialmente cuando me doy cuenta de que me la estoy tomando muy en serio. Como ahora.