Ojos de cristal, un cuento de Zaira Pacheco

Juan Caballo de Palo nos ofrece una escena que se abre hacia sí misma. Una mujer observa a su pareja estallar en llanto al ver a un hombre estallar en llanto, y así resurge, de la nada, la simple verdad de que cada cual, por más amado, por más familiar, siempre es, al fin y al cabo, cifra, misterio. Es por eso que toda trama doméstica puede leerse, de cierta manera, como whodunit, como novela policiaca: ¿quién o qué es el culpable de las lágrimas de la pareja? ¿Quién o qué es el culpable que el idilio se venga abajo, que la ficción amorosa se revele circunstancia, costumbre, careo? ¿Cuál es el motivo del acto decisivo, del golpe de gracia que pone en jaque la cotidianidad? En el relato de Xavier, la respuesta se halla en el deseo, o en el cansancio, o el hastío, o quizás en las tres, diríamos, porque ¿quién no se harta de esta vaina?
— Los editores

Zaira Pacheco es filóloga y escritora. Ha publicado los poemarios Ciutat (2016), Despertar en el Sahara (2019) y La Melancolía de Durero (2022) así como el ensayo Ciudad y desencanto, Manuel Abreu Adorno (2021). Es profesora de lengua y literatura en el Departamento de Español de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras. 


 

Ojos de cristal

Y me puse a caminar por encima de las brasas, 
muy lentamente, porque la cola me pesaba.
—Mercè Rodoreda 

Día 1

Una roncha rojiza apareció en la pierna izquierda de Marisol, pero continuó su día con aplomo, porque a quién no le ha brotado una marca por la picada de una hormiga. Revisó bien las sábanas con la certeza de encontrar al culpable merodeando entre montañas de lino blanco, aunque no ambicionó aplastarlo. Recordó todas las veces en las que había pisoteado insectos raros. Eso es la muerte también, pensó, y recordó, con cierta compasión, la sustancia viscosa que produjo su última víctima: una cucaracha que asomó sus antenas en el desagüe del lavamanos. 

Desayunó pan con mantequilla y un café negro. Necesitaba esa energía para cumplir con todas sus tareas laborales. Tres correos electrónicos que contestar con premura, una reunión y un bloque de papeles que revisar cuando llegara a su cubículo. El trabajo de la secretaria suele ser ninguneado. Se encargan de todas las tareas que nadie es capaz de ejecutar y además, tienen que aguantar las impertinencias que invaden las oficinas. Eso le daba igual porque le resultaba adictivo. Se retraía en sus tablas de Excel con el delirio de una artista que, exquisitamente, iba entrando datos y diseñando gráficas. Jugar con las fórmulas le provocaba placer. Debía ser el orden. Algo de ejercer el control sobre el resultado. 

Durante la mañana llegó con su acostumbrada sonrisa y dio los buenos días. Marisol nunca decepcionaba a nadie. Traía la misma caja de donas glaseadas de los lunes. Sus compañeras la recibieron con besos, ademanes cariñosos y le preguntaron qué tal el fin de semana. Se reservó lo bien que la pasó yendo al cine con un muchacho que estaba conociendo, al que llamaremos Gregor, y se limitó a hablar de la película. Era un documental sobre unos pájaros que cada tanto emigran a las islas, como una necesidad visceral del encuentro con la costa. Mientras explicó los pormenores de la trama sus compañeras la observaron perplejas y siguieron masticando las donas sin decir nada. Marisol se sintió como los pájaros que se quedan. Regresó a su escritorio para reconfortarse con la exactitud y los números. Esa limpieza de datos, ese despliegue de orden la satisfizo. Supo que sería un día largo porque le correspondía entrar datos sobre la cantidad de personas que habían solicitado servicios durante el mes. Esas sumas se convertirían en unas gráficas que se utilizarían en la próxima reunión. No es una tarea que tenía asignada en un sentido estricto, pero buscó todas las formas posibles para organizar la información que le requerían en cifras. Tal vez bastaría con un papel y unas firmas, pero sin matemática ella solo hacía recados, atendía el teléfono, escribía algunos correos electrónicos y ordenaba el café. Marisol se sentía reconfortada con los cálculos; era la única ciencia exacta. Saber que todo iba a ocurrir en el mismo orden era respirar. 

Su trabajo era bastante predecible, pero avasallador. A veces debía contestar el teléfono alrededor de quince veces en menos de cuarenta y cinco minutos y sacar fotocopias interminables que le pedía su supervisora. No era el trabajo ideal, pero sí le permitía sumirse en sus tablas y desplegar su eficiencia. La vida debía ser más que esto, caviló, mientras se lavó las manos en el baño y contempló su reflejo en el espejo. Elaborar gráficas la llevaba a ese lugar. Tenía más sustancia, además de que nutría sus pensamientos con una estructura que necesitaba.

Día 3

Cuando salió de la ducha a las 7:00 am notó que habían retoñado tres ronchas en su muslo derecho. Las miró extrañada. Pensó que tendría que matar a esa hormiga sí o sí. Caminó hasta la alfombra de la sala y se sentó un rato a meditar, antes de seguir con su día. Anotó en la lista de la compra que debía conseguir algún repelente para acabar con los insectos de su cama y, además, comenzó a mirar en su teléfono fotos de ronchas similares para compararlas con la suya. Sabía que debió guardar los trastes que se habían acumulado en la cocina así que no se detuvo demasiado tiempo en encontrar la imagen que buscaba. 

Día 8

Era lunes y llegó con la caja de donas, como de costumbre. Intercambio sucinto de los cómo estás y los qué bueno verte de rigor. Mientras estaba sentada en su escritorio recordó que debía entregar unas gráficas para la reunión vespertina. Sintió una leve picazón que decidió ignorar, pero no por mucho rato. De forma súbita, unas hincadas la incomodaron bastante; trató de rascarse con disimulo. Una compañera se acercó para ofrecerle café y ella fingió sonreír dando las gracias. Decidió hacerse un examen de su cuerpo en el baño de la oficina. Se bajó su pantalón de rayón y vislumbró una especie de línea horizontal. Se le secó la boca del asombro y sintió nauseas. No porque su cuerpo la asqueaba, más bien, por esa sensación de desconcierto ante la posibilidad de que una patología más compleja que una alergia común estuviera asomándose en su organismo. Seguía inquieta observando. Era una mezcla de miedo y curiosidad ante la rareza que contemplaba. La forma en la que la raya estaba trazada seguía un patrón muy matemático. Lo tocó con su dedo índice. Parecían líneas de cuadrícula que estaban organizadas de manera que había rectas paralelas entre sí con su conjunto de líneas perpendiculares a las primeras. También notaba múltiples subcuadrículas más pequeñas. Calculó que las de 2x2 se subdividían en 1x1. Aunque siguió alarmada, también le atrajo la geometría de la marca. Le resultaba de una familiaridad desconcertante. De repente, alguien abrió la puerta del baño y brincó del susto. Rápidamente, se subió el pantalón y se metió la camisa de botones por dentro. Necesitaba privacidad absoluta para seguir inspeccionando las nuevas formas que se delineaban en su piel. 

Día 9

Eran las 11:00 pm y el picor se intensificó mientras observaba un documental sobre la migración de las mariposas Monarca. Decidió ir al hospital con recelo, pues sabía que lo más que le iban a recetar era un antihistamínico para mitigar la alergia. Una vez allí pensó que debió haberle avisado a Gregor para que la acompañara, aunque era una etapa muy temprana en la relación. Igual se recostó en la pared desvencijada de la sala de espera con toda la tranquilidad de quien reconoció que su padecimiento era insignificante con respecto a quienes esperaban allí. Escuchó que a alguien le ha subido la presión y sintió alivio de no estar en su lugar. 

Al cabo de unas horas el médico la examinó. Ella iba guiándolo entre todas las rayas que trazaban patrones simétricos en su epidermis. Identificaba rombos, semicírculos y líneas de cuadrícula, así como en sus tablas. Él la miró aturdido. Le dijo que eso no era una alergia. Entonces Marisol exhibió su indignación. Sobresaltada le pidió explicaciones. A veces se le olvidaba que no había estudiado en la escuela de medicina. Esto le pasaba mucho. El médico le dijo que debía sacar cita con un especialista para encontrar el origen del malestar, pero que estuviera tranquila que no era sífilis. Ella sonrió con escepticismo. 

Día 12

Regresó al hospital. La atendió otro doctor que le aseguraba que sí era una alergia, un sarpullido común, específicamente lo que se conocía como urticaria. Habría que ser paciente hasta que se fuera del organismo. Se tomó las pastillas que le recetaron como una devota. Esta nueva rutina en la que sintió que iba a combatir su picor le brindó sosiego. Era cuestión de disciplina y tiempo. Justo cuando salió de la visita médica recibió un correo electrónico que le solicitaba una información que debía recopilar en uno de los archivos de la oficina. Así que sabía que tendría que madrugar para ponerse al día con eso. Llegó a su casa y se entretuvo añadiendo números a su tabla para ver si se inventaba una ecuación que calculara el patrón matemático que vio en su piel. No quería obsesionarse con el asunto, de hecho, el médico le insistió en que debía controlar la ansiedad. Así que evitó en todo lo posible volver a mirarse. Se consoló con la idea de que al día siguiente tendría menos picor. 

Día 20

No sentía alivio. La angustia comenzó a crear formas en su cabeza.  Le dijo a Gregor que prefería resolver este asunto en su soledad. Asimismo, se alejó de su círculo de amistades, de sus padres; no sabía si lo que tenía era contagioso o qué. Había pasado noches enteras buscando en la computadora información sobre alguna enfermedad similar y no encontraba respuestas. Decidió no darse por vencida. Las ronchas ya cubrían su barriga y su espalda con trazos geométricos. Y nadie podía decirle lo que era. Lo que sea que fuese, la estaba devorando. Como una serpiente que se movía en su interior, trastocaba e irritaba todo. Ya casi no podía sentarse ni caminar sin sentir hincadas. 

Día 26

No pudo mirarse al espejo. Comenzó a llorar todas las noches sumergida en baños de avena porque no se reconocía. Las ronchas estaban ahora en sus párpados, que apenas podía abrir. Eran protuberancias rojas que no se podía rascar porque los ojos son un área muy sensible. Si lo hacía podrían expandirse hasta dañar de forma permanente su visión. Y de repente una comezón insufrible la invadía en sus partes íntimas. Sentía alfilerazos, corrientes y picores que la recorrían toda. Sentarse era una de las posiciones más incómodas, pues la mayoría de las ronchas se habían concentrado en el área de sus glúteos y muslos. Le tenía terror a las mañanas. Sabía que cuando se comenzara a remover la poca ropa que llevaba puesta descubriría nuevos bultos. El pulso se le aceleraba y comenzaba la sudoración nerviosa.  Ya ni tan siquiera tenía voluntad para examinar las formas. Había renunciado a todo con aceptación. Le sorprendió esta reacción de su parte. No se veía. Pero ella insistía en averiguar qué era lo que le había sucedido, esas preguntas de por qué a mí ni venían al caso. Tener un cuerpo era padecer en ese cuerpo. La carne es perecedera; se repetía a sí misma como un consuelo bastante determinista. Pensó que esto la ayudaría a dejarse ir por ese espiral de la enfermedad y aceptar que ya nada sería igual. Meditaba mientras el teléfono sonaba y sonaba. Sabía que había faltado muchos días al trabajo y no había podido dar explicaciones. ¿Qué iba a decir? Ni ella era capaz de dilucidar los cambios que había sufrido su figura. Un letargo inexplicable la invadió así que tampoco tenía fuerzas para trabajar desde su escritorio. Aún albergaba un recuerdo lejano de lo que era su cuerpo. Pero era como si ese cuerpo hubiera salido de ella y se hubiese movido hacia otra parte desconocida. 

Pasaban los días y ya estaba habituada al encierro. Le complacía y le brindaba una extraña sensación de calma; calma y picor. Se habituó a esa nueva complexión, a las marcas; le narraban un relato que ya sabía dónde culminaba. El hambre ya no era tanta como la de antes y, últimamente, manifestaba antojos inusuales. El otro día estando en la cocina experimentó un deseo muy extraño. Salivó mientras observaba un mosquito que se movía en círculos. Lo siguió con la poca visión que aún le quedaba, se le acercó hasta que su nariz lo rozó, sacó la lengua y se lo tragó, aunque no se sació. También una tarde en la que se sintió acalorada salió al patio y un súbito instinto que no comprendía la impulsó a escarbar la tierra. Su mano comenzó a agarrar unos grillos que comenzaron a brotar de las profundidades. Trató de dominar el capricho de probarlos con la lengua, pero el deseo pudo más hasta que se atrevió a comer uno, sobresaltada de su propio automatismo. Su piel ahora comenzaba a adquirir una textura rugosa y húmeda. El peso le pedía que se acostara horas bajo el sol. Así se pasaba las horas del día. Añoraba la tierra, su humedad cálida.  Ya no había certezas del tiempo que había transcurrido. Marisol no sabía de las estaciones. Se había olvidado del rostro original, de sus lunares y las arrugas que se asomaban de forma tímida cada vez que reía a carcajadas. 

Últimamente, extrañaba la interacción social en la oficina; aunque los intercambios mañaneros eran sucintos y triviales se entretenía escuchando a los demás. También echaba de menos sus conversaciones con Gregor sobre las abstracciones de la física cuántica. Reconocía esta necesidad de poder conversar con alguien, aunque se tratase de una breve conexión. Ansiaba que alguien le dijera algo, aunque estuviera en el pasado y no existiera. Tomó uno de los libros del librero que heredó de su abuela y hojeaba sus páginas al azar. Su mirada de cristal se detuvo con insistencia en el final de un poema. 

 Desde el principio era el barro
y no hay marga fecunda que pueda regar para que me salve.  

Lo leyó una y otra vez. Cerró sus ojos, abrió la puerta, y un impulso que le parecía muy natural la llevó a arrastrarse por el suelo frío. Y así transcurrían los días. Se acostaba ahí, boca arriba. Pasaban las horas y no sucedía nada.

Una tarde de un mes cualquiera en un tiempo lejano se miró al espejo otra vez. No podía creer lo que reflejaba. Había devenido en anfibio. Jamás pensó que tendría que aceptar un estado en el que se acercara mucho más a su animalidad, porque ya se había aproximado, sin duda, pero esto…esto no. Seguía mirándose con total desconcierto, sin poder creerlo, y pensó que tenía que tratarse de uno de esos sueños en los que sabes que estás soñando. Ya entendía por qué nadie había sido capaz de recetarle algún medicamento con precisión, esto iba por encima de ella y de la ciencia. No tenía una explicación, pero aun así insistía en entender el fenómeno. 

Al principio, trató de llevar la cotidianidad con normalidad, como siempre le enseñaba su madre, no te puedes estresar y tampoco estresarte sobre no poder estresarte. Iba a la cocina y trataba de prepararse un té de manzanilla con sus manos húmedas y temblorosas, pero se apresuraba a hundirse en la bañera. Necesitaba empaparse del vapor y que las gotas cayeran sobre su inercia. 

Notó que cada vez más era sensible a la deshidratación, por lo que ahora no solo se complacía con permanecer el mayor tiempo posible en su bañera, sino que también le apetecía acercarse a las ciénagas y los estanques. En esos lugares se sentía a gusto y protegida, pues un instinto recién nacido la impulsaba a esconderse de posibles depredadores. 

Nunca había conocido un letargo tan placentero como ese, tan útil como ese. Estar era existir. Mientras acercaba su piel al agua o reptaba sobre la tierra sentía que se movía con mucha más eficacia e intención, aunque no siempre tenía que ser en el exterior. A veces se levantaba de ese estado de calma y se arrastraba hasta la calidez de la alfombra que ahora permanecía húmeda con su tacto. 

Su respiración cutánea la mantenía viva. Había aprendido a inhalar y exhalar, al fin, después de algunos intentos en los que se sentía ahogada debajo del agua. Ahora su piel permeable prescindía de sus pulmones. Fue entonces cuando descubrió que la respiración no era igual para todos los seres vivos, que la forma en la que encontramos guarida varía irremediablemente entre uno y otro, y que la quietud puede hallarse en la propia humedad tibia de una salamandra que parece desaparecer mientras se camufla en una tarde cualquiera.