Oreo, una crónica de Juan Carlos Rodríguez

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Ante el suceso siempre insólito de la convivencia con otra especie, Juan Carlos Rodríguez confiesa: “No puedo entender que los perros tengan 3 y 21 años simultáneamente, que su infancia y joven adultez coincidan en una misma edad que se desdobla”. Y así, comienza una breve crónica en la que observa tanto al animal con el cual de pronto cohabita, en toda su extrañeza, como el proceso a través del cual la presencia canina se afinca en lo cotidiano.
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Juan Carlos Rodríguez (Trujillo Alto, 1975) es autor de Campo minado (ICP, 2017) y Rehén de otro reino (Tiempo Nuevo, 2008). Ha sido reconocido con el premio de poesía joven Olga Nolla en el 2004, una mención de honor del Premio Nacional de Poesía del Instituto de Cultura Puertorriqueña en el 2015, y una mención honorífica del Premio Nacional de Poesía en el 2020. Antes miembro de las juntas editoriales de la revista literaria Hotel Abismo y de la revista La Habana elegante, ahora lo es del espacio digital de poesía Distrópika, junto con los poetas Margarita Pintado y Ángel Díaz. Su poesía ha sido incluida en antologías de Puerto Rico, Cuba y España.


 

Oreo

No puedo entender que los perros tengan 3 y 21 años simultáneamente, que su infancia y joven adultez coincidan en una misma edad que se desdobla.

Para encontrar aquel animal tuvimos que meternos a la internet. Navegamos páginas y páginas de fotos. Leímos cientos de perfiles de mascotas; biografías de perros que habían sido maltratados y ya no se llevaban con los niños. ¿Cuán verdaderos eran aquellos relatos? ¿Cuán reales eran aquellas individuaciones aplicadas a la vida en cuatro patas? Me sorprendió todo ese esfuerzo narrativo que se invierte en la caracterización de aquellos seres amotucados entre cojines y peluches. Nunca habíamos usados dating apps y no contábamos con las destrezas necesarias para distinguir la realidad de la fantasía. Decidimos cubrirnos el rostro con una N95 y salimos de aquel cascarón llamado cuarentena. Como tantos otros, buscábamos mascota en la pandemia. Regresamos aquel día a casa con el primer perro que he tenido en mi vida. Salí de casa en busca de una mascota y terminé metido en la región indómita de mi carencia evolutiva.

Contrario a mí, Gustavo se criará en compañía de un perro. Su presencia empieza a transformar el adentro y el afuera. Las certezas de nuestro mundo interior se tambalean aún en tiempos de aislamiento. En mi hijo se despiertan los afectos que nunca tuve, afectos compartidos con su madre, cuya niñez podría contarse a partir de los perros que se criaron en su casa. A mí me toma mucho tiempo recalibrar mis sentimientos a la nueva circunstancia del ladrido. La mascota pandémica y yo nos miramos de lejitos. Esa complicidad nos distancia y nos acerca.  

Se llama Oreo, como la galleta, un desvío sonoro del nombre que le dieron al nacer: Orion. Demasiado peso para un shnoodle que se resiste a toda guía: una constelación de cuatro patas que carga seis estrellas.  

Oreo socializa con el perro de una señora. Mientras intercambiamos anécdotas, la señora empieza a hablar de Oreo como si le conociera y nosotros le seguimos la corriente por no pecar de desatentos. Fue un alivio descubrir que la doña en ningún momento deliraba. Resulta que los perros son tocayos, como la galleta. De aquellos relatos salió una mascota virtual que es una mezcla de tocayos interpuestos. Me consta que aquella mascota, clonada a son de bembeteo, era una tocaya imaginaria, como la galleta.

Llevo a Gustavo al parque para mitigar los efectos del encerramiento. Allí les dice a unas nenas que pronto llegará su hermano. Ellas se ríen cuando Oreo se les tira encima a lamberlas. Gustavo se confunde y les pregunta por qué se ríen. A dog cannot be your brother. You cannot have a doggy brother. Dicen que a mi nene le falta un tornillo y se alejan. Mi hijo no para de llorar. Siempre ha querido un hermanito.

En la respuesta de las niñas hay un golpe de ignorancia y un golpe de ingenio. Según el sentido común, Oreo y Gustavo no pueden ser hermanos porque no comparten los mismos ancestros. Trato de consolarlo. Le digo a Gustavo que la vida es una guerra contra todo aquello que se imponga en función de negarnos lo imposible. Iniciamos un pacto de hermandad no concebida.

A las nenas hay que agradecerles ese golpe de ingenio, ese nombre que usamos para designar lo inconcebible, ese fecundo delirio que pone en jaque la dictadura del sentido común y corriente. Cuando Gustavo volvió al parque y tuvo que presentar a su perro, usó estas palabras: that crazy dude barking over there, that’s Oreo, my doggy brother.

Oreo resulta ser un perro testarudo. Muy inteligente y casi indiferente al entrenamiento. Gastamos cientos de dólares en lecciones privadas que terminan siendo un fiasco. Al entrenarlo, su entrenadora en realidad no tenía otro propósito que adiestrarnos a nosotros. Su fracaso nos frustra pues nos recuerda que no fuimos suficientemente consecuentes con la práctica de las rutinas que nos había enseñado. No aprendió nada. No sigue los comandos, no le hace caso a nadie, se mea en todas partes, pero de vez en cuando se detiene a mirar la foto que tomamos el día que recibió su diploma de graduación. Ese certificado fraudulento es el único rastro que queda de aquellos meses de entrenamiento en el Petco de la Barrett Parkway. Y una pila de bolsas de treats que nunca le gustaron.

Cynthia dice que Oreo será siempre el bebe de casa. En él yo veo a un bambalán, un rebelde sin causa al que le sobran encantos. Al menos no aspira a ser un youtuber. Antes muerto que influencer.

Curo mis impulsos patriarcales con el goce rotundo, sádico y paródico del sermoneo. Oreo, tienes que levantarte, no puedes estar durmiendo todo el día, búscate un trabajo, monta un quiosco, tienes que hacer algo con tu vida, coopera en la casa, lo único que haces es comer y cagar, voy a empezar a cobrarte la renta, si no das un tajo, tendrás que buscarte una pareja y mudarte a un apartamento. Me río de mí mismo cuando interpreto el personaje del viejo regañón. Él me escucha como si no me conociera o como si me conociera demasiado.

Cuando cantamos karaoke en nuestra sala, ni siquiera Gustavo se queda para escucharnos. Sin embargo, Oreo se rinde inmediatamente ante la armonía de nuestras voces. Es nuestro fan número uno. No sé si cuenta con las destrezas necesarias para organizar el club de seguidores que merece nuestro dúo. Nos consuela sabernos el dúo que tan solo cuenta con un solo groupie.

“Verdeo peces bruma adentro de tus ojos.” Oreo escucha esas palabras con avasallante ímpetu de quien presta toda su atención cuando no entiende ni un solo pito. Es un can reflexivo, su mirada es la de un filósofo que ladra, dando amor a la sabiduría de un origen que difiere del diálogo platónico. Sus ojos son raptados por el grado más intenso que puede alcanzar una criatura a la que se le ha confiado la suspensión del pensamiento. Oreo mueve la colita cuando persevera en lo impensable. Sostiene en su hocico el enigma de una inquietud que flota en toda la casa.

Foto por Sirisvisual a través de Unsplash