como el pez, un cuento de orlando javier torres

Fernando, el nene que protagoniza “Como el pez” de Orlando Javier Torres, no tiene tal sabiduría, o, por lo menos, no por ahora. Fernando habría hecho cualquier cosa con tal de no tener que quedarse con su abuelo en Barranquitas. Pero allí lo dejó la mamá y es como si lo hubiera lanzado de pronto a la intemperie, y tan siquiera haberle ofrecido las certezas que la abuela Livshe le ofreció a la protagonista de “El desorden de la luz”. “Como el pez” nos recuerda que la pérdida de la inocencia no es un proceso lento, sino que siempre es un golpe de agua que nos arrolla y ¿cómo es que éramos capaces de sentir tanto en una semana, en un día, en una tarde? Si adolecer es la principal condición de la adolescencia, lastimar—o, mejor dicho, el descubrimiento del daño del que somos capaces—es su inevitable corolario.
— Los editores

Orlando Javier Torres (Bayamón, 1986) es director y editor de cine. Su más reciente trabajo es el cortometraje The Department of All Things Lost & Found (2022). Actualmente desarrolla su primer largometraje, Un lugar de agua, y termina un libro de cuentos que será publicado por los editores de La pequeña en el 2024.


 

Como el pez

Han pasado veinte segundos desde que Fernando se acercó a la caja de herramientas. En ella hay decenas de artefactos que, para él, un niño de once años criado en una urbanización del área metro, parecen reliquias de una civilización antigua. Agarra una con la mano izquierda y ruega que ese aparato extraño sea lo que su abuelo Quique le pidió. 

—Eso es una chicharra —le dice el abuelo. —La Allen es la que es en forma de L.

—Ah, la Allen. Es que no escuché bien.

Fernando toma la herramienta y se la entrega a su abuelo. Intenta mirarlo a los ojos, pero lo distrae la gota de sudor que baja serpentina por su frente, más gorda y viscosa que cualquier otra que haya visto.

—Tienes esas manos muy suaves —dice Quique mientras aprieta las tuercas del sillón patas arriba.

En la calle se escucha una gritería. Fernando se asoma por el balcón y ve a unos diez chamacos que caminan por el mismo medio de la carretera. A la cabeza va uno más alto que el resto. Lleva en sus orejas dos pantallas que centellean cada vez que el sol les pega y carga en sus brazos flacos pero fibrosos a una niña de unos doce años.

—¡Suéltame, Josian! —grita ella entre carcajadas y pataleos.

Al cabo de unos segundos todos desaparecen cuesta abajo, paralelos al sol que ya empieza a esconderse detrás de la montaña.

—Vete a jugar con ellos —dice don Quique.

—No los conozco —responde Fernando.

—¡Qué va a ser! Es la misma muchachería de siempre. Lo que pasa es que, como tu mai nunca te trae por aquí, no te acuerdas. Diles que eres nieto mío pa’ que tú veas. No muerden. 

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Hace siete días Fernando le rogaba a su mamá que lo dejara quedarse con un amigo de la escuela, o que le sacara un pasaje para ir a ver a su papá en Tampa; o cualquier cosa con tal de no tener que quedarse con su abuelo en Barranquitas.

Pero aquí está en el parking de una pizzería, sentado en uno de esos badenes amarillos que marcan los estacionamientos, limpiando la sangre de su rodilla con una servilleta usada que encontró en el piso. Tiene los ojos llorosos y teme que la gravilla que hace contacto con la piel expuesta le dé tétano, aunque no sabe exactamente lo que eso conlleva.

Un pitbull blanco con manchas marrones se le acerca y olfatea la sangre, la lame. Fernando lo empuja, zape pa’ allá, y el perro se conforma con las sobras de pizza que encuentra en el piso.

—¿Cómo es que tú te llamas? —dice alguien a sus espaldas. 

Fernando se voltea. Es la misma niña que vio desde el balcón.

—Fernando, ¿y tú?

—Carla. ¿Has visto a Yan y Josian? Los nenes que estaban conmigo.

—No.

Fernando miente. No sólo los había visto, sino que la sangre que brota de su rodilla es el resultado directo de haber querido pretender que no.

Treinta minutos atrás, a insistencia de su abuelo, Fernando se había ido detrás de los muchachos hasta la pizzería del barrio, en donde cohabitaban  todas las maquinitas del momento bajo un mismo techo: Killer Instinct, NBA Jam Tournament Edition, y por sobre todas las demás, Ultimate Mortal Kombat 3. Allí había sido testigo de cómo Josian acribillaba a un rival tras otro, rematándolos con un Fatality que consistía en lanzar un sombrero metálico cual disco y rebanar al enemigo en cuatro pedazos: cuello, pecho, cintura y rodillas.

Confiado en haber descifrado el punto débil de Josian —un breve lapso entre la patada voladora y el suelo por donde podría colar un buen uppercut—,  Fernando había cambiado un peso en pesetas y depositado una en la ranura de la máquina. Justo al sonar el "Fight!" que daría inicio a la contienda, sin embargo, Yan había susurrado algo al oído de Josian y ambos habían abandonado la batalla, sin explicación.

Faltándole un oponente digno, Fernando, ahora Sub Zero, había tirado la toalla y salido del establecimiento por la puerta trasera, que aunque era una ruta más larga, le permitía evadir las miradas de los demás niños.

Justo antes de tomar el atajo que su abuelo le había enseñado años atrás, dos voces a la vuelta de la esquina lo habían hecho detenerse.

—Chupa mucho que no dura casi na —escuchó decir bajito.

Con pasos diminutos y procurando levantar los pies para no arrastrar piedras que lo delataran, Fernando se había asomado al filo de la pared. Detrás del zafacón industrial color verde monte, Josian inhalaba con fuerza el óxido nitroso de una lata de whip cream mientras a su lado Yan velaba los alrededores.

Aunque en principio aquel acto le había parecido a Fernando razón legítima para esconderse, había pensado que había algo más allí, algo más en la forma en que sus pantalones de baloncesto negros se confundían entre sí, dando la impresión de una onda negra ininterrumpida, algo en la posición que la mano izquierda de Yan ocupaba sobre la cintura de Josian, rozando el oblicuo externo, explorando tentativamente las nalgas.

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Ahora Carla nota la sangre en la rodilla de Fernando y pregunta qué le pasó. Él vuelve a mentir. No revela que hace tres minutos, al ver a Yan y Josian detrás del zafacón, había hecho un ruido que lo delató, y que al virarse para regresar al estacionamiento se había tropezado con un pedazo de metal enmohecido que sobresalía de la verja de cyclone fence, y  que por eso el golpe y el miedo al tétano. —Papi mata a mi hermano si se entera de lo que hace con Josian —dice Carla. —Se creen que una es pendeja, pero yo sé que se esconden pa’ fumar o meterse algo. Total, no es como que los voy a chotear.

Fernando repite esto último en su mente. Carla se sienta a su lado y, aunque es diciembre en el centro de la isla, Fernando siente el vaho cálido que emana de ella y de su pelo húmedo pegado a las sienes.

El perro se acerca y ella lo acaricia.

—¿Es tuyo?— pregunta Fernando.

—Na. Apareció por ahí. No es el primero. Papi dice que los dueños los dejan en el vertedero y si no se mueren antes, terminan en el barrio. Están por ahí un tiempo hasta que desaparecen o algún loco los mata. Entonces llega otro, y así.

Ahora el codo derecho de Carla roza la manga de Fernando, que mueve su brazo unos centímetros hacia ella de manera sutil, queriendo pasar desapercibido.        

—¿Tú te mudaste con tu abuelo entonces?— pregunta ella.

— No, no… No. Mi mamá está de luna de miel.

—¡Ay, brutal! ¿A dónde la llevaron? Pérate, no me digas… ¡París!

—Disney —contesta Fernando.

Carla estalla en risas. Él también, y siente cómo en su pecho un globo se desinfla, y todo es liviano, y tiene la urgencia de tocar su propio brazo y apretarlo sin saber muy bien por qué.

—Te deberías afeitar las piernas —dice ella.

Fernando se las mira, apenas le empiezan a crecer en las pantorrillas unos vellos marrones, lacios, que se entremezclan con los pelitos casi transparentes que tiene desde ya hace un tiempo. 

—En mi escuela todos los nenes lo hacen. Se ven mejor, más limpios.

El perro se acerca y esta vez Fernando le soba la cabeza.

—Cuidao que ese perro es pato —grita Josian, que se acerca con Yan, cuya expresión cambia al ver a Fernando al lado de Carla.

—Vámonos pa’ casa —le ordena Yan a su hermana.

—Ya mismo.

—Ahora —, insiste.

—Ok, nene, ¿cuál es tu prisa?

Carla se levanta y mira a Fernando.

—A que te traen unas orejas de Mickey.

—¿Y mi beso? —le grita Josian a Carla.

Ella le saca el dedo y al darse la vuelta, sonríe sin que nadie la vea. 

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Bajo la ducha, las piernas de Fernando se ven más velludas. Frota la barra de jabón en sus manos y esparce la espuma en su pierna izquierda. Observa de cerca las manchitas de moho que se acumulan sobre la navaja plástica que hace un minuto encontró en el lavamanos y con cierto temor, la posa sobre su pantorrilla.

Piensa en lo que dirá el abuelo Quique, que justo ahora está sentado en la sala viendo un programa de televisión en el que un hombre detrás de una muñeca da las noticias más importantes del día. Con él está Manuel, el papá de Carla y Yan. Son vecinos de años, de darse la fría juntos y pegarle vellones a los nenes preguntando si ya mean dulce o se lo han metido a una cabrita del barrio.

Cuando Fernando entró a la casa diez minutos antes, un político lloraba en televisión nacional y esto a Quique y Manuel les había dado mucha risa. Ver a un guapo de barrio recibir justo castigo les deleitaba y Fernando se preguntó si aquello era  inevitable.    

Fernando desliza la navaja fría y piensa en Quique y Manuel, en Yan y Josian, en el político, en el hombre detrás de la muñeca y en Carla,  y pequeñas burbujas rojas germinan de sus poros.

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Veinte horas después, Fernando busca sin éxito en su maleta un mahón que cubra sus piernas recién afeitadas, que ahora le arden. Si fuese más diligente y se interesara en la moda, como algunos de sus amigos, esto no le hubiera pasado. Pero su mamá aún le escoge la ropa, y tiene que ponerse los cargos color crema que le quedan justamente encima de la rodilla.

En la calle, los muchachos del barrio se congregan en el estacionamiento de un almacén abandonado. Dos niños enclenques con las mangas enrolladas hasta el hombro se cuadran frente a frente con los puños bien apretados.  Toman turnos para golpearse mutuamente los brazos, ya violetas de tanto golpe. Josian y Yan los rodean cual réferis, a ver cuál es el primero en llorar o rendirse.

A unos pies de distancia, sobre el bonete de un carro abandonado, Carla se pinta las uñas de los pies color fucha. Fernando se sienta a su lado y el olor del esmalte le recuerda a su mamá, que ahora mismo debe estar en uno de los cuatro parques temáticos de Disney World con su nuevo esposo.

—¿Vas a la fiesta por la noche? —dice él.

—Duh, es despedida de año —contesta ella sin mirarlo mientras se sopla las uñas del pie derecho.

El mismo perro realengo ahora husmea entre los escombros del almacén. Fernando chasquea los dedos para llamar su atención. Le acaricia el lomo pero a Carla no parece importarle. 

—Cuidao que a ese perro le gusta el bicho —grita Josian. —Lo vimos el otro día encaramao en otro perro, ¿verdad, Yan?

—Sí.

—Primero creíamos que era una hembra, pero era otro macho —continúa Josian. —Dicen que esas cosas se pegan.

Fernando retira las manos del perro sin saber dónde ponerlas.

—Estoy jodiendo contigo, pai. ¿Quieres jugar?

—No, gracias.

—Dale, juega.

—Olvídate, cogemos a otro —dice Yan.

—¿Estás cagao? Si estos dos son igual de eñemaos que tú —dice Josian sobre los nenes de los brazos amoretonados.

—No es eso.

—¿Entonces?

—Pues. Qué se yo…ese juego es una estupidez.

—Este se cree mejor que nosotros.

—Yo no dije eso —dice Fernando mientras se rasca la pantorrilla.

—¿Y afeitarte las piernas porque Carla te lo dijo no es una estupidez? Porque hasta donde yo sé tú no juegas basket ¿o sí?— pregunta Josian.

—No —dice Fernando.

—¿Te gusta ella, es?

—Tampoco.

—Ok, deja ver si entiendo. Yo juego basket y me afeito pa’ brincar mejor, este le mete al voli, los chamaquitos también. Tú no juegas na’, no te gusta Carla, no te atreves a coger un puñito en el brazo y te afeitaste ¿pa’ qué, pa’ verte lindo? Está rarito eso.

Carla está prestando atención ahora y a Fernando no le queda de otra que jugar. Se cuadra frente a su oponente y coge un puño sólido de un niño que aunque flaco pega duro y siente una punzada que le baja hasta el codo como un cantazo eléctrico. La mirada se le empieza a empañar tras el golpe, y abre y cierra los ojos, frunce el ceño y respira hondo por la boca, pero no se quita porque todos lo miran. Carla lo mira. 

Fernando tira un puñito que el otro parece ni sentir y al recibir el próximo golpe, flaquea y ahora le tocan dos puños corridos y se seca la cara con el cuello de la t-shirt.

—¿Estás bien? —pregunta Yan.

Fernando no responde.

—A mí me está que este es como el perro —dice Josian, que voltea hacia el perro y lo llama, entre silbidos: —Fernandito, Fernandito. 

Fernando vuelve a mirar a Carla y Yan lo mira a él y en aquel triángulo de medias verdades algo se transforma.

—Cállate, so maricón —le grita Fernando. —Si tú eres el que te dejas toquetear el culo por este —dice, señalando a Yan.

Josian se le acerca y los demás niños los flanquean.

—Déjalo quieto, Josian —insiste Yan. —Es un bobo, no le hagas caso.

Pero Josian como quiera se le acerca y le da una palmadita en la cara, suave y contundente.

—Dame pa’ trás —le dice.

Los ojos de Fernando ahora parecen hechos del cristal más fino. Entonces el abuelo Quique se asoma por la carretera y grita que la comida está lista y se le va a enfriar.

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En la mesa del comedor, Fernando juega con el plato de espaguetis con pollo mientras repasa todas las versiones alternas de lo acontecido quince minutos atrás, ahora imposibles. Si tan solo se hubiese quedado callado, si hubiese traído un mahón largo, si no hubiese visto lo que vio, si su mamá lo hubiese llevado con ella como le pidió tantas veces. 

Es ella quien se lleva la peor parte. Fernando la insulta con palabras que aún no usa abiertamente pero que ya forman parte de su monólogo interno. Es su culpa por criarlo así tan poquita cosa, por llevarlo a catequesis y apuntarlo en taekwondo en vez de boxeo, porque ¿quién carajo tira una patada en un momento así? No él, ¿para qué?

En la cocina Quique y Manuel sacan de la nevera los ganchos de pitorro que llevarán a la fiesta de despedida de año del barrio. Los degustan, el de tamarindo, muy espeso; el de almendra, muy dulce; el de parcha, muy suave, y así. Fernando los interrumpe, pregunta si puede probar. Antes de que Quique diga que no, Manuel le sirve una tapita del original. Fernando se lo echa a la boca y se le retuerce toda la cara. Les dice que tiene algo que contarles. Ya es demasiado tarde para echarse para atrás. Mientras balbucea lo que vio y lo que no, Fernando ve sus rostros transformarse. Ya no son hombres sino niños hambrientos, aturdidos, medias máscaras con expresión de puro terror. Manuel llora,–de rabia dice él–, y aunque todo parezca una pesadilla, Fernando por dentro sonríe. 

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Ya oscureció y las casas del barrio todas, sin excepción, destellan lucecitas verdes, rojas y blancas. De los aleros cuelgan lágrimas, esas luces que se han puesto de moda y que parecen vestir las casas de princesas egipcias. En la columna del portón de la casa del frente un niño coloca un cohetito dentro de una lata de refresco. Lo enciende con un lighter y comienza la retirada.

—Salió pato —grita otro, que quita la pirotecnia fatula y la tira al piso.

De repente se oye un estallido y sus cuellos giran al unísono. Josian carga en sus manos una bazuca casera hecha de tubos PVC y latas de refresco cargadas con bencina.

Fernando camina al lado opuesto de la carretera. El perro lo sigue como a su amo y juntos dan la vuelta en el callejón que queda entre el colmado y la cancha bajo techo.

Allí, en la terraza de madera de un vecino, se congrega medio barrio a despedir otro año más. Dos bocinas enormes reproducen un merengue de esos que van acelerando a medida que la canción avanza. En el patio trasero, bajo una carpa blanca, algunos bailan. Al lado derecho hay una mesa rectangular con bandejas de comida, botellas de alcohol y justo al lado, una mesa de dominó vacía.

Bajo el sereno hay un columpio viejo y oxidado. Fernando se sienta con los pies en la tierra, pero al cabo de unos segundos toma vuelo involuntariamente y revuelve el polvo bajo sí. Fernando mira por encima del hombro y ve a Carla, que lo empuja suavemente. 

—Qué asco —dice ella.

—¿De qué tú hablas? —responde Fernando.

—Allá.

A unos metros de distancia, una niña pasa con un plato plástico blanco ofreciendo morcillas a los invitados.

—A mí me gustan —dice él.

—Puerco.

—A ti como que te gusta hablar de más, ¿verdad? —dice Fernando con una seguridad que a él mismo lo toma por sorpresa.

—¿Y a ti no? —dice ella. —Yo sé que Josian es medio estúpido a veces y mi hermano pues…es mi hermano. La cosa es que son así porque nadie nunca se atreve a decirles nada. Más que tú hoy.

—¿Y dónde están ellos?

—Mi hermano está castigao, no creo que salga. Papi llegó a casa y se encerraron en el cuarto. Pa’ mi que le dio una pela.

—¿Qué hizo? —dice Fernando aguantando una sonrisa.

—No sé, a mí nadie me dice nada. Será que lo cogió fumando otra vez. En verdad no me importa, son unos idiotas.

Fernando no contesta. Ella extiende su mano y le seca el sudor de la frente.

Ahora bailan. Sus movimientos son accidentados, torpes; en la pista confirman que aún no son tan dueños de sus cuerpos como los adultos que los rodean. No importa, para eso habrá tiempo. Por el momento giran y chocan y se pisan y todo bien.               

La última tambora de un merengue da paso a un silencio corto y una balada de Olga Tañón, "Basta ya", empieza a sonar. Fernando, que aún no suelta la mano sudada de Carla, posa sus manos en su cintura, ella en sus hombros y el baile continúa. Esta vez sus cuerpos caen en tiempo con relativa facilidad pero sus ojos no encuentran dónde enfocarse. Fernando mira el piso y nota que las uñas de Carla ya no son fucha, sino verde menta.

A mitad de canción, en pleno coro cortavenas, el volumen disminuye y comienza el conteo regresivo de fin de año.

Diez. Fernando y Carla siguen bailando. Nueve. Han escuchado esta canción mil veces en la radio. Ocho. Saben exactamente qué hacer. Siete. Se miran. Seis. Estrechan la distancia. Cinco. Carla recuesta su cabeza en su hombro. Cuatro. Una mujer grita aterrorizada. Tres. Corren a la carretera. Dos. Los fuegos artificiales fallecen en el cielo nocturno. Uno.

El perro jadea y gime a orillas de la carretera, su respiración intermitente. Fernando se abre paso entre los torsos adultos e intenta tocarlo, pero un gruñido lo frena.

—Echate pa’ acá —le dice Quique, pero Fernando se eñangota y vuelve a intentarlo.

Esta vez el animal no muestra resistencia. Un rastro de sangre emana de donde hasta hace un minuto atrás, el año pasado, estuvo su cola. A tres pies de distancia está el rabo, amarrado a una ristra de petardos que aún exhala pólvora.

— ¿Quién carajo fue? —grita Quique a todos y a nadie.    

Fernando, su mano sobre el torso del perro, mira a Josian y reconoce el miedo en sus ojos como si fuera el suyo. A unos pies de distancia está Yan, con el ojo izquierdo amoretonado y las manos en los bolsillos.

— ¿Fueron ellos?— le pregunta Quique a Fernando, que mira alrededor y ve a Carla. Al cruzar miradas, es ella la que ahora mira al piso.

—No sé —contesta Fernando —Yo no estaba aquí.

—Agárralo por las patas —le indica Quique a un vecino mientras sostiene la cabeza del animal en sus manos callosas.

Lo colocan en una Ford Ranger color champán. Sin pedir permiso, Fernando se monta en la parte de atrás junto al perro y al arrancar, ve como todos empequeñecen ante sus ojos.

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Ha sido una noche larga y cinco horas después, apenas los primeros rayos de sol se asoman por la ventana de la sala. Años más tarde Fernando verá la última escena de la película Los olvidados y aquellas imágenes en blanco y negro de un cuerpo inerte rodando precipicio abajo se confundirán con sus recuerdos hasta no poder discernir lo vivido de lo imaginado. En aquel momento, sin embargo, le echa leche al café y en la taza trazos blancos se confunden con el negro más profundo.

—Era un animal viejo —le dice Quique. —Hubiese sido difícil recuperarse. Esos perros realengos… están acostumbraos a la calle. Si sienten mucho cariño rápido desconfían.

—Aja.

Fernando bebe un sorbo y se quema el paladar.

—Yo no sé a ti pero a mí se me ha quitao el sueño con todo esto. Voy a cambiarle el aceite al carro si me quieres ayudar.

—Yo no sé hacer eso, abuelo.

—Adiós… pa’ eso estoy yo aquí, pa’ enseñarte. Tu mamá se va a poner contenta de tener un handyman en la casa. Pero si quieres descansar no hay problema.

—No, está bien. Debo aprender.

—Así me gusta.

 Quique se levanta y lleva su taza al fregadero. Fernando sopla el café. No quiere volver a quemarse.

Afuera, se empieza a escuchar la muchachería del barrio. Carla pega un grito. Otros ríen. A la distancia, un perro ladra.