Aquí había una playa, una crónica-ensayo de Beatriz Llenín Figueroa

Aquí había una playa es una reflexión crítica, poética, teórica, visual sobre el deseo, sobre los espacios que habitamos, sobre la dura materia de nuestra historia puertorriqueña. En esta crónica-ensayo, Beatriz nos cuenta de cómo salió un día a buscar la playa Peña Cortada en Mayagüez, acompañada de amigas y de fotógrafas, y lo que halló fue la escena de un crimen. ¿Cómo se mata una playa?
— Los editores

Beatriz Llenín Figueroa (Puerto Rico) es compañera y amiga, estofona y escritora, editora y traductora, aprendiz de caminos, animales y artes vivas. Es co-fundadora y co-editora de Editora Educación Emergente (EEE), editorial independiente nacida en 2009 en Cabo Rojo, PR. También coordina su plataforma de servicios, PalabrAdicción. Desde 2015, escribe para Será otra cosa, sección del periódico Claridad. Algunos de sus libros son Puerto Islas: crónicas, crisis amor (2018); Affect, Archive, Archipelago: Puerto Rico’s Sovereign Caribbean Lives (2022); La piedra es una sombra que da vida: prosa selecta (2017-2022) (2023) y animales de la ruina (Trabalis, 2024). En una de sus vidas pasadas obtuvo un doctorado en el Programa de Literatura de la Universidad de Duke, y en otra, fue profesora sin plaza y con alas en la Universidad de Puerto Rico, recintos de Río Piedras y Mayagüez. 


 

Aquí había una playa[1]

La ocultación sistemática del paisaje constituye un delito de lesa humanidad.

(Ana Lydia Vega, “Mi país es el mar”) 

… es decir, un paisaje con voces …

(Marta Aponte Alsina, Borinquen Field)

 Si fuera posible, ante este paisaje, los cuerpos volverían a ser sólo sentidos.

(Vanessa Vilches Norat, “Medir el territorio”)

Un robo al mar es el suelo que piso, arenas asfixiadas, animales aplastados, ocultamiento y sujeción en cemento y acero de la ondulante relación propia de cualquier litoral. Hasta este recodo, con el indudable carácter de distopía que los ejecutivos y comerciantes le han heredado, traería como nuestra vela el “AQUÍ HABÍA UNA ISLA” de la coreógrafa y bailarina nibia pastrana santiago. Remo en kayak con mi amiga Sonia. Me dejo deslizar. Respiro intentando llevar el oxígeno, trasiego invisible que nos conecta con toda la vida planetaria, hasta lo más hondo. El kayak deriva, súbitamente muy despacio. La lentitud es quizá la forma más rápida de prestar atención.

nibia pastrana santiago, “aquí había una isla”, 2019, fotografía, Captiva, Florida, EE. UU.

Intento absorber tanto daño. ¿Qué sentirá el agua? ¿Cada batir de la marea contra la industria –todo ha sido a costa de nuestras costas– será su llanto interminable? ¿El clamor por el cementerio que seguramente constituye su fondo, aquí, tanto como en todo el Caribe, en el vasto Atlántico? ¿Cómo proferir la historia de este dolido país de silencio y desmemoria? ¿Quién conmemora los paisajes asesinados? Y con ellos, la alegría que pudo haber sido, la oscilación de afectos y sabores en una tarde de placidez, el coro de pájaros costeros, las coreografías de sus vuelos robándonos el aliento, la llegada de vecinas de otras islas sin interdictos policiacos, nuestras propias partidas marítimas, la recia calma de la brisa cargada de salitre, el movimiento de cobitos resueltos en pos de sus escondites, la pedagogía lateral de los cangrejos, las locas ganas de vivir que eso que llamamos “la naturaleza” nos impone a fuerza de respetarle, como es debido, su atávico poder. 

Adriana Mangones Cervantes

Ever Pérez Amara

Ever Pérez Amara

Una vez el saqueo se ha consumado, el cemento se ha vertido, las varillas se han erigido, la promesa del progreso se ha desplegado, el desarrollo se ha desarrollado, y, por supuesto, también se ha abandonado (yéndose a cualquier otra parte en la que pueda pagar unos cuantos centavos menos por hora de trabajo), es casi imposible saber, recordar, sentir, palpar que…

Aquí había una playa.

Peña Cortada era su nombre.[2] Esa peña –“piedra grande sin labrar, según la produce la naturaleza”, informa el diccionario– había sido, sin embargo, cortada por natural acción costera, que si a algo tiende el agua es a labrar piedras. Pero la aparición de dueños, empresarios, inversionistas, ingenieros, comerciantes, precipitó otro corte, el definitivo, el de la máquina que produce heridas a destajo de las que es imposible recuperarse. Hay daños irreparables. Segada para siempre quedó la peña, sus pedazos depositados en el fondo marino.

Las aguas de la bahía de Mayagüez son de una turbidez aguda. Allí desembocan tres ríos: el Río Grande de Añasco al norte, el Río Yagüez en el centro y el Río Guanajibo al sur. También se vierte en el mar del oeste todo lo que los ríos arrastran en su larga travesía, entre lo que se cuentan grandes cantidades de sedimento provocado por la construcción en zonas más altas y una gama inimaginable de desechos y basura, incluyendo desperdicios biomédicos.[3] Además, las aguas de la zona son receptoras de la histórica contaminación por combustible y otros derrames de las embarcaciones comerciales durante las décadas en que el puerto de Mayagüez y las industrias establecidas a su alrededor tuvieron sus más intensas actividades. No me consta que las empresas que allí permanecen hoy continúen descargando al mar sus desperdicios tóxicos, pero tampoco me sorprendería, y los desagües que he constatado caminando por el área ciertamente lo sugieren.

En tales condiciones, la persistencia de la vida es un verdadero milagro. Un estudio científico sobre corales en el suroeste de Puerto Rico provee los nombres de los tipos más resistentes: siderastrea siderea, montastrea cavernosa y corales cerebros.[4] Es un ligero, mas no inconsecuente, alivio imaginar que una porción importante de las cavernas cerebrales y rocosas en el fondo son resultado de largos procesos de acreción y erosión. Peña Cortada es una playa invertida, hija submarina, contaminada, casi asfixiada, pero aún viva, de la que arrasamos.   

Aquí había una playa.

Una incompleta lista-mapa de esta franja tomada a ambos lados de la carretera, lado mar y lado tierra, cuya extensión apenas alcanza los cinco kilómetros, comunica el grado al que la zona condensa la historia moderna y contemporánea de éste, nuestro dolido país. La ruta va de sur a norte.

Aquí había una playa.

Ever Pérez Amara

Beatriz Llenín Figueroa

Me detengo en medio de tantas verjas, candados y púas. La prohibición es el lenguaje común de esta costa nuestra que nos fue arrebatada. Todo es un NO PASE de plantas industriales, hangares, tuberías, tanques, moho, gases. Hago silencio. Pongo todo mi empeño. Ya que se me impide casi totalmente verlo, y en vista de que palparlo sería entrar en contacto con décadas de vertidos de metales pesados y otras sustancias tóxicas –lo que también constituye un prolongado, aunque invisible, derramamiento de sangre–, quiero, al menos, por favor, oler el mar. Mamífera que fue anfibia como soy, como eres, como somos, ansío el vivificante vaho de salitre que a las criaturas tropicales se nos da a borbotones. Me concentro. El olor viaja, sí, imperceptible y definitivo, sí, superando vallas y alambrados, tanques de diésel y hangares en ruinas. Llega. Sí.

Y se va. En el mismo hálito. La peste a industria lo sofoca. Me sofoca. Se me entremezcla con la ya histórica peste de las atuneras que por décadas operaron aquí –fue para éstas que se cortó la peña fatalmente– y, a la vez, con el mal olor a procesamiento de malta de la cervecería que aún ruge a unos pocos kilómetros de aquí. Fui una niña mayagüezana, aunque crecí en Isabela. Caminé mucho las calles del pueblo con mi abuela paterna, cubana del exilio, católica devota, maestra costurera y cocinera, en ruta a la catedral o a la tienda de ropa que por aquellos años regentaba mi papá en la antigua calle Post, ahora Betances. Los malos olores de Mayagüez, tanto como su vetusta arquitectura entremezclada con las tiendas de telas, hilos y cintas, los calderos de congrí y el trasiego popular de compraventa, forman parte de las capas celulares, memoriosas, de mi cuerpo.

Aquí había una playa.

Me sumerjo. Floto. Bailotean las palmas de mis manos sobre la superficie del agua, al ras, tocando lo inasible. Suben y bajan las yemas de los dedos, tímidas, decididas. Me areno. Me escondo en las dunas. Aprendo con pececitos plateados. O no. Pero lo intento. Duermo una siesta como si viviera en un mundo que apenas comienza. Bajo el sol que obliga a cerrar los ojos, se siente una serenidad rotunda. El calor es benigno. Por supuesto, sueño.

Aquí había una playa.

La acera es estrecha, pero lo insólito en este país es que haya acera. Los carros pasan junto a nuestros pies a toda velocidad. Cuando camino con Adriana y Ever, ambos de Barranquilla, Colombia (reverso Caribe), y quienes generosamente me colaboran con su ojo y equipo fotográfico, apenas podemos escucharnos por el estruendo. ¡Qué asalto a todos los sentidos!, exclamo. La pestilencia a gases y tóxicos, el sabor a metales, el roce con superficies hirientes, la vista aplastada por la distopía, la escucha ahogada por los motores. Adriana lamenta, “es como para que no se te olvide dónde estás”. Y Ever añade, “se siente como una forma de intimidación”. El capital colonial es una enorme máquina de intimidación para recordarte eternamente su régimen mortal, concluimos.

Si algo se comprueba al caminar, es que los carros son una emboscada al paisaje, no sólo por sus emisiones (eso es evidente), sino también porque nos entrenan la mirada para no mirar. Hay que seguir. Acelerar. No detenerse jamás. En un lugar pequeño, ¿a dónde seguimos sin detenernos nunca?

Ya he dicho que camino con el principal, aunque no único, propósito de buscar el agua en medio de su negación. Si aquí la encuentro, me digo, seré capaz de hallarla siempre, no importa qué. Al comienzo del tramo del lado sur, junto a la panadería Ricomini, el bufete de un abogado y el negocio Industrial Bearings & Belting, la brea y la arena ya son indistintas. La erosión precipitada por la toma al mar nos ha dejado una minúscula esquina con peñones –seguramente acomodados por quienes intentan prevenir, sin éxito, el arribo de la ola a la carretera–, en la que me acuclillo para mirar más de cerca un pequeño conejo de peluche que las aguas han devuelto.

Beatriz Llenín Figueroa

Inicio desde allí la caminata hacia el norte con mi amiga Sonia, luchadora por todas las causas justas y, además, ingeniera industrial. Busco el agua, le digo, pero todo es ocultarla con muros, verjas, candados, púas, ruinas. Conseguimos una callecita perpendicular que nos lleva cerca, la veo, pero hay otra verja y una larga alcantarilla revelando las descargas históricas de quién sabe qué y cuánto a ese mar ahora natimuerto. No puedo tocarlo. Zambullirme. Los letreros indican MARSEC, Nivel 1. Investigo: MARitime SECurity, código de tres niveles establecidos por la Guardia Costera estadounidense para determinar el tipo e intensidad de vigilancia y patrullaje requerido en ese lugar vinculado con el mar. NO PASE. WARNING. ÁREA RESTRICTA. UNAUTHORIZED PRESENT WITHIN THE AREA CONSTITUTE A BREACH OF SECURITY. Del otro lado de la callecita, opera una planta, también encima del mar, de la Federación de Asociaciones Pecuarias de Puerto Rico. La ganadería industrial internacional –según está harto documentado– también es protagónica en la crisis climática. Las vacas, en contraste, son hermosas y sabias. Tanto como las yeguas.

Se me ocurre que definitivamente se podrá llegar al mar si caminamos un ratito más hasta llegar al recinto de Mayagüez de la Universidad Albizu, que se mudó a un antiguo almacén de la zona no hace tantos años. Una universidad ciertamente admitirá el acceso al mar, ¿no? En el paso lateral encontramos una caseta y su guardia, simpático, amable, genuinamente. Me dice que no puede dejarme pasar porque lo cogen por el cuello. Aquí hay cámaras por todo esto, la van a ver y van a pensar que dejé pasar a una muchacha haciendo ejercicios y por aquí sólo puede pasar gente identificada de la universidad. Sólo quiero ver el mar desde aquí, quizá tomarle una fotito, respirar un momento, riposto. Ay bendito, mís, de veras que no puedo. Mire, pero si camina un rato más, quizá puede asomarse por allá, por el solar del pulguero. No quiero ocasionarle un problema a este guardia que seguramente recibe una paga miserable por estar no sé cuántas horas en un calor descomunal permitiendo y prohibiendo pasar. Pero sé que así también nos quitan el país. Desde los niveles de MARSEC de la Guardia Costera hasta las instrucciones que ha de seguir este muchacho sonriente.

Ese día no llegamos al solar del pulguero. Nos dolía tanto la vida. Teníamos sed. Mucha, tanta sed.

Aquí había una playa.

El olor a melaza de caña, cuando de pronto te golpea el rostro por la acción del viento costero, embriaga de alivio. Proviene de una de las poquísimas industrias puertorriqueñas que operan en la zona. Desde la calle, se ve bien cuidada, sus instalaciones recién pintadas. Toda el área está revestida de una pátina lustrosa. Se trata de una “empresa dedicada a la producción y distribución de alimentos para animales y fertilizantes a toda la isla”. Así, forma parte del paradigma de la ganadería industrial, pero en la pequeñísima escala de nuestro ámbito. Noto que producen sal mineral para consumo de las vacas, cuya “producción y reproducción” mejora con esa suplementación en su dieta, según leo más tarde. Por supuesto, en ausencia de la cría intensiva de animales (la factory farming), con sus nefastos efectos contaminantes y con la indecible violencia contra los seres vivos así sojuzgados, las vacas se desplazarían, estrictamente según su necesidad, en busca de sus propias fuentes de sal, tanto como de sombra, agua y el resto de su herbívora dieta. 

Las vacas acorraladas consumiendo sal añadida son hermanas de los salineros históricos de Cabo Rojo, con sus cuerpos hendidos por la inclemente exposición a sal y sol.[5] Eso pienso mientras veo mi cuerpo de mono bípedo reflejado en el tinte de la puerta de entrada de GABSO, Inc.  

Aquí había una playa.

“Charlie Tuna dice RECHAZA LA UNIÓN, VOTA NO”. Aún puede leerse el mensaje, alto y claro, pintado junto al simpático atún “Charlie”, con sombrerito de marinero, en uno de los tanques a la entrada de la que fuera, en los ochenta, la principal planta de procesamiento y enlatado de atún del mundo.[6] Eran las palabras de bienvenida y despedida cotidianas para las empleadas con delantales blancos de la otrora StarKist Caribe, Inc. en Mayagüez, cuya historia leo en el libro, Historia de la industria atunera en Mayagüez, de 1960 al 2012, de Luis Manuel Baquero Rosas. Fuera del cuadro administrativo, masculino en su abrumadora mayoría, las obreras en la cadena de producción al interior de la planta (una vez descargado el atún de los barcos) eran mujeres. En el oeste del país, “la entrada” de éstas “a la fuerza laboral” había pasado de la aguja y el hilo para la confección de piezas de ropa y accesorios que exhibirían principalmente las clases acaudaladas en Puerto Rico y Estados Unidos, a las tripas y el esqueleto de peces cazados intensivamente en los océanos.[7] Los nombres que designan las tareas dan cuenta del tipo de entrenamiento sensorial enajenante que recibían: Fish straightener, Fish cutter, Fish eviscerator, Fish cleaner, Grated fish cleaner, Fish smeller, Can patcher (Baquero Rosas, 74-78). Como la ganadería industrial en tierra, la pescadería industrial en mar…

Eventualmente, señala el referido estudioso, se establecerían y se irían otras dos compañías atuneras –Neptune Packaging y BumbleBee– en esa franja del litoral mayagüezano que nos robó la playa Peña Cortada. Antes, en la playa de Ponce, en 1953, se habían establecido las plantas de enlatado de atún National Packing, Van Camp y Caribe Tuna, también largamente abandonadas. Pero el paradigma de “enclave atunero” lo estableció en Mayagüez la StarKist, cuya planta “se comenzó a construir el 17 de noviembre de 1959” tras la seducción que empresarios mayagüezanos y el gobierno municipal desplegaron ante los ejecutivos californianos, encantados con el “nice piece of property in El Seco” que les presentó la Comisión Industrial de Mayagüez (38). Contiguo al establecido (desde 1826 bajo el imperio español) y activo puerto internacional de Mayagüez –que, además, había sido remodelado con el muelle “Mayagüez Shipping Terminal” en 1932–, la empresa Texaco poseía 5,388 cuerdas de terrenos “en desuso”. Por intervención del entonces alcalde PPD de Mayagüez, Baudilio Vega Berríos, Texaco donó las cuerdas en 1958 para que el municipio las arrendase a StarKist, empresa estadounidense, por 99 años. Por si fuera poco, el municipio invirtió $150,000 para “apoyar las primeras fases de construcción de la planta”. Ésta, continúo leyendo, “requirió insertar unos diques dentro de la playa para ir llenando de tierra todo lo que era la Playa Cortada y la zona marítimo terrestre con el objetivo de construir la planta en el terreno ganado al mar y que iba a permitir construir un puerto de mayor tamaño y profundidad para la llegada de los barcos pesqueros . . . de alrededor del mundo . . . para la entrega de la materia prima de estos procesos, el atún” (55).

Baquero Rosas, cuyo libro, debo decir, es una apología del modelo muñocista de “industrialización por invitación”, atribuye a varios factores el escogido final de Mayagüez (59-60). Entre éstos, destaca el denominador común entre Puerto Rico y Samoa Americana –donde hasta hoy permanece una de las principales plantas de enlatado de la StarKist– de proveer “amplias exenciones contributivas, con hasta un 90% de exención en el caso de Puerto Rico en industrias en desarrollo por un periodo que ronda entre 10 y 25 años” (60).[8] Además, “se podían manejar mejor en la zona oeste de Puerto Rico” (en comparación con Cataño, área que, al inicio, los ejecutivos de StarKist preferían) “el procesamiento del atún y procesos resultantes como el olor que llegaba al ambiente cercano”, pues era “una zona de poca densidad poblacional y lejana de los centros urbanos”, escribe Baquero Rosas (36). Lo que querían decir era que en El Seco y El Maní, barrios costeros, principalmente de economía pesquera de pequeña escala, vivía –y vive– gente empobrecida, racializada y vulnerable. Tal era la “poca densidad poblacional” que aguantaría por décadas el tóxico embate de las industrias, enfermando y muriendo prematuramente, tanto como las comunidades costeras de Peñuelas, Guayanilla, Ponce, Salinas, Cataño y tantas otras… 

Del mismo modo, Baquero Rosas señala, con lamentable gusto acrítico y como si fuera un dato menor, que:

Muchos de los gerentes norteamericanos transferidos desde las operaciones en California y Samoa para dirigir las operaciones iniciales, quedaron encantados con la calidad y dedicación de la mano de obra puertorriqueña, la cultura y costumbres de la Isla y se establecieron con sus familias en lugares como Rincón e Isabela, donde podían disfrutar de las hermosas playas y clima veraniego de la Isla mientras producían y exportaban el atún desde Mayagüez al mundo. (63-64) 

¿Qué duda cabe que la toma yanqui de Rincón, ya casi del todo consumada, así como la que continúa actualmente su agresivo curso desde Isabela hasta Añasco, inició con el insaciable monstruo de dos cabezas –milicia atómica e industria tóxica– de la base Ramey en Aguadilla y la StarKist en Mayagüez?

En 1984, ante presiones relacionadas con denuncias en EE. UU. sobre el grave impacto ambiental de la pesca industrial y la matanza a mansalva de especies marinas, sobre todo delfines, que conlleva, así como con el desarrollo del capitalismo globalizado, que dicta la “externalización” y “flexibilización” laboral para abaratar costos y aumentar ganancias, StarKist cerró su planta matriz en Terminal Island, California. Como resultado, ese mismo año, mientras yo nacía en Mayagüez, la StarKist entre El Seco y El Maní se convirtió en “la principal planta procesadora de atún en el mundo” (34), manejando “más de 600 toneladas de atún al día” (Baquero Rosas 135). Los mismos factores que forzaron el cierre de la planta matriz, por supuesto y como era de esperarse, condujeron al cierre de la de Mayagüez en 2001.[9] Hoy, el lugar es casa de centenares de palomas y una descomunal antología de destrozos. Mientras, la StarKist es una subsidiaria de la empresa surcoreana Dongwon. Sus operaciones se concentran en el sureste asiático, donde la fuerza laboral es más “barata” y las regulaciones ambientales mucho más “flexibles”. Indudablemente, la “resiliencia” es un negocio de impronunciables ganancias.

En Mayagüez, la previa salida de Neptune (compañía japonesa) en 1990 y la posterior, en 2012, de BumbleBee (hoy día propiedad de la compañía taiwanesa FCF), que era la tercera y última atunera establecida en la zona, dio al traste con los torturados sueños del “progreso del oeste”. Como invariablemente sucede en esta economía del follón con el mayor margen de ganancia, el capital siempre se va, mientras la colonia que le alzó todas las colas se queda con el desempleo, la enfermedad, la pérdida natural irreparable, el daño ambiental inconmensurable y el atroz monumento a la pesadilla. 

Aquí había una playa.

Llegando de regreso al punto de origen de la caminata con Sonia, y lejos de rendirme del todo en mi búsqueda del mar, encuentro un portón abierto en lo que supone ser el terminal de Ferries del Caribe. Y digo “supone” porque aquello está lapidado y nadie nunca puede dar cuenta real de si se hacen o no viajes, ni cuándo. Y mira que he preguntado… Incluso increpé al respecto a la guardia de caseta que me llama porque yo no puedo pasar pa’llá. Pues el año pasado no operó, pero el año anterior sí, pero ahora dicen que viene una compañía nueva, vamoaver…, me dice. Pero mira, le contesto sobre lo de prohibirme el paso, si ahí hay otra verja, no voy a poder llegar al mar aquí tampoco, nada más déjame llegar a esa otra verja para verlo más de cerca. Hay cámaras. Puedo perder el trabajo. En fin, casi verbatim lo del guardia de la Albizu. Así que aquí, ¡ni siquiera en el área del ferry se puede convivir con el mar!

Me doblego, desesperada. Sonia me alienta con sus gestos a que nos pongamos a conversar con la guardia. Es de Aguadilla. Nos cuenta de su familia y que está ahorrando para irse de crucero. Detrás de mis gafas, me arriesgo a quedármele mirando, inapropiadamente. Es tan precioso el mapa de surcos, ríos y veredas que son las arrugas en su rostro. (¿Cómo es posible que se vea obligada a seguir trabajando a estas alturas?) Aspiro a que el tiempo me marque así. A poder decir, he vivido.

¿Cómo podría vivir con poner a esta mujer en riesgo de perder su trabajo, que claramente necesita? Y así también, lo sé, entrego mi, nuestra, costa. La encerrona no me es ajena.

Unos días más tarde, buscando en internet, noto que en la página web de Ferries del Caribe no se ofrece la alternativa de rutas desde Mayagüez. Confirmo así que esta conexión marítima que tal vez nos vincularía isla-isla otra vez, como hace milenios, se nos desvanece. Reportes de prensa de diciembre de 2023 indican que Baleària Eurolíneas Marítimas, compañía española que ya tiene rutas entre Florida y Bahamas, “ofrecerá un servicio de ferry diario entre los puertos de Mayagüez y San Pedro de Macorís, en República Dominicana, a partir del próximo verano”, esto es, del verano 2024.[10] Otra vez, el dinero a otra parte. Una vez más, nuestro ámbito de archipiélago es trampolín de un negocio imperial. Otra vez.    

Frente al terminal del ferry, vistosos letreros leen “Genera PR”. Estas instalaciones, otrora parte del sistema público de la AEE, constatan la privatización absoluta de la energía en Puerto Rico bajo el brutal esquema extractivista y de concentración de riqueza que va por el nombre de “capitalismo neoliberal”. Como bien sabemos, a escasos meses de la devastación de María, la distribución de la energía quedó en manos de LUMA. Ahora, y desde que, en julio de 2023, Pedro Pierluisi firmara el contrato como una “alianza público-privada” (APP) que de “alianza” y de “pública” nada tiene, Genera PR controla la generación de energía por un pago fijo de $22.5 millones anuales en un país quebrado. Pese a su engañoso nombre en español, esta compañía tiene base en Estados Unidos y es subsidiaria de New Fortress Energy. Otra vez, el dinero a otra parte. Una vez más, nuestro ámbito de archipiélago es trampolín de un negocio imperial. Otra vez.

Lo que devengará Baleària Eurolíneas Marítimas, compañía española, seguramente será muchísimo menos que lo que chupará Genera PR, empresa gringa. La brea que en Mayagüez divide estas instalaciones afincadas en la costa es una inquietante reverberación de 1898, fecha marítima si alguna vez hubo alguna en la historia de nuestro país. Aunque menos, el viejo imperio sigue guisando. El “nuevo”, por su parte, prosigue la degustación de nuestra yugular.  

Aquí había una playa.

Beatriz Llenín Figueroa

Hoy, caminando con Adriana y Ever, encontramos, como sugirió el guardia de la Albizu, un acceso al mar junto a la Villa Pesquera El Maní, por el extremo norte del solar del pulguero. Es preciso caminar junto a otra verja con alambre de púas, entre un basurero, y al lado de casas hundidas que aún nos refieren a la huida de sus habitantes en las descomunales inundaciones de María. La Virgen del Carmen, patrona de los pescadores, nos abre los brazos en el nicho que allí le honra. A su lado, descansa DORIS, una hermosa y pequeña yola pesquera que jamás ha herido de muerte a un manatí.

¡Llegamos a la arena, al mar! Contemplamos el Caño Boquilla casi completamente ahogado, si no fuera por Mayagüezanos por la Salud y el Ambiente y la declaración de la Reserva en 2002. En la arena hay grandes trozos de foam iguales a las decenas que vi en la StarKist abandonada. Provenientes de los equipos refrigerantes serán, suponemos. Me siento sobre unos restos de cemento desbaratado por las aguas. Pese a mi enorme esfuerzo, no consigo que llegue suficiente oxígeno, trasiego invisible que nos conecta con toda la vida planetaria, hasta lo más hondo… Desconsolada. Es mucho lo que de mí ya ha muerto. Sueño con lo que todo esto fue y pudo haber sido: una ininterrumpida línea de costa, palmeras y corales, aguas limpias, desde la desembocadura del Río Guanajibo en el límite con Cabo Rojo hasta el balneario de Añasco. Por un levísimo momento, me siento flotar.

Aquí había una playa.

"Llegar al mar" .

Notas al pie

[1] Este texto es una versión reducida del que aparecerá como parte de una próxima publicación que, por lo pronto, describo como un proyecto de caminoescrituras sobre paisajes puertorriqueños. Tendrá la forma de un infralibro-inframapa (esto es, lo cartografiado somática y corporalmente en texto e imagen, sin instrumentos de largo alcance, en la escala pequeña, desde y por debajo), un injerto entre mapa batimétrico y libro escrito al andar en islas donde caminar es casi imposible.

[2] En la Biblioteca Digital Puertorriqueña del Sistema de Bibliotecas de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, pueden encontrarse tarjetas postales con fotografías de los años treinta de la playa Peña Cortada. Al menos podemos asomarnos así a esta maravilla perdida. Ver aquí y acá.

[3] Al menos desde 1998 se ha estado reportando este gravísimo problema. Para más detalles, consúltese la excelente cobertura de Matthew Rodríguez, del periódico regional La isla oeste, “Ignorado el problema de desperdicios biomédicos en costas del oeste” (17 de abril de 2023) . La conexión entre las diversas industrias establecidas en el país en la estela de Operación Manos a la Obra –algunas de las cuales abordo a continuación– no es sólo histórica, económica y social. Es también medioambiental. Nuestras aguas enlazan, literalmente, los desperdicios de toda índole que a ellas se lanzaron por décadas, y se siguen arrojando hoy.

[4] Jack Morelock, Wilson R. Ramírez, Andy W. Bruckner y Milton Carlo. Status of Coral Reefs Southwest Puerto Rico” (2001).. Agradezco la referencia –y en general, la ensoñación de bucear en la bahía entre estos corales insólitos, por vivos, en medio del apocalipsis– a mi exestudiante, Theodora Parkinson.

[5] “Agonía y sudor en las salinas de Cabo Rojo. Una estampa del Puerto Rico que trabaja”. Puerto Rico Ilustrado. 2 de agosto de 1947.

[6] Sin duda, el mensaje formaba parte de la costosa campaña mediática que, en 1995, impulsó la compañía para que “los miles de empleados de enlatado de atún que aún quedaban en las plantas localizadas en la Isla” rechazaran el llamado de la United Industrial Workers a sindicalizarse. La campaña, que incluyó múltiples “tácticas de miedo, presión, desinformación, amplios recursos promocionales y de intimidación” tuvo éxito: la votación final fue de 2,514 en contra y 1,100 a favor (Baquero Rosas, 133).

[7] Por supuesto, y como Baquero Rosas documenta ampliamente, no debe soslayarse el enorme efecto positivo de la creación y relativa estabilidad de empleos que las atuneras proveyeron a la clase obrera del oeste del país y, sobre todo, a las mujeres. No dudo en lo más mínimo de los testimonios que él recoge sobre las buenas condiciones de trabajo para muchas, así como el bienestar y ascenso social que ello supuso para ellas y sus familias. Sin embargo, en este caso y en todos los que resultaron de Operación Manos a la Obra, los costos que el país ha tenido que pagar en todos los ámbitos de la vida, y la imposibilidad de sostenerlo ni siquiera a mediano plazo, desdicen la deseabilidad de tal modelo de “desarrollo”. ¿Qué progreso es éste, apocalíptico, que nos ha legado?

[8] Las conexiones interinsulares, transoceánicas, que pueden rastrearse a través de las redes del capitalismo colonial, pero que ese mismo poder nos oculta sistemáticamente para prevenir nuestro mutuo reconocimiento, solidaridad y resistencia, son materia del proyecto más amplio del que este texto forma parte.

[9] Baquero Rosas provee en su libro un recuento detallado. Destaco la lucha, en los noventa, liderada por la organización Mayagüezanos por la Salud y el Ambiente (MSA), para aminorar la descomunal contaminación de la bahía con desperdicios industriales de las atuneras, así como detener el depósito de miles de galones de desechos en el vertedero del barrio Algarrobo. Ese mismo colectivo logró la designación como reserva natural de la zona de Boquilla en 2002, a un año del cierre de la StarKist. MSA también había conseguido prevenir, tras cuatro años de lucha comunitaria en los ochenta, la construcción de una planta de carbón de la compañía estadounidense Cogentrix en terrenos aledaños a las atuneras. Impulsaba el proyecto el entonces gobernador del PPD, Rafael Hernández Colón. En la versión más amplia de este texto, recojo esa historia.

[10]Ver, por ejemplo, esto.